domingo, 18 de octubre de 2020

Morir, por Juan Carlos Tealdi

 

MORIR

Sin hablar del morir, la muerte no es más que un horroroso vacío

 

El número de muertos

El reporte diario vespertino del Ministerio de Salud de la Nación del  jueves 15 de octubre de 2020 por la tarde nos dijo que en las últimas 24 horas se habían confirmado 17.096 nuevos casos y se habían notificado 421 nuevas muertes por Covid-19.

En las últimas semanas las cifras de infectados y de muertos va en aumento superando registros anteriores.

Y aunque ninguna persona sensata puede cuestionar o negar el valor del seguimiento estadístico de la pandemia, hay algo vacío en esa escucha diaria. Un vacío que nos hace pensar.


 

Escuchamos, analizamos, opinamos, y criticamos al comparar si ese número es mayor o menor y sus razones. Y comparamos porque los números son comparables entre unos y otros en su magnitud. Pero a esa magnitud, para que su comparación no sea meramente matemática con abstracción del mundo físico, se la debe acompañar de algo real, algo que tenga un lugar y un momento en el que lo midamos, ya que los números en sí mismos son abstractos, no tienen espacio ni tiempo.

El número 421 no ocupa lugar ni momento alguno. Pero comienza a dejar su abstracción vacía que no dice nada de nada, cuando señala que se trata de muertos. Con lo que de allí surge lo comparable. Por ejemplo entre los muertos de un día y los de otro. Y aunque eso es verdad, todavía su vacío no nos abandona. Porque: ¿qué decimos al decir «un muerto»? y ¿qué decimos al decir «los muertos», que han pasado a ser una de las medidas de cada uno de los días que vivimos en pandemia? ¿Qué medimos? ¿Qué comparamos?

Podemos comparar el número de muertos para decir que el jueves 15 de octubre, con 25.342 muertes acumuladas, Covid-19 era la cuarta causa de muerte en la Argentina frente a los registros tradicionales. Pero con eso no llenaremos el vacío de la pérdida de cada uno de aquellos.

 

 

Mortalidad general en la Argentina en 2017.

 

 

 

¿Qué vacío el de la muerte?

No es lo mismo morir en terapia intensiva, en una sala general, o en domicilio. Tampoco es lo mismo morir en el AMBA que en Jujuy con un sistema de salud desbordado. Desde marzo a mediados de julio muchos de los pacientes con Covid morían en las salas de clínica general. Un buen número de ellos eran pacientes provenientes de geriátricos o casas de cuidados crónicos, y estaban siendo atendidos por sus enfermedades previas hasta que un día se infectaban con coronavirus. Cuando esos pacientes estaban recibiendo cuidados paliativos previos, sus familiares pedían que no se los suspendieran y que no los ingresaran a unidades de terapia intensiva (UTI). Eran pacientes que en general no tenían conciencia de la muerte próxima aunque sus familias sí.

Pero cuando la circulación comunitaria del virus fue aumentando, los pacientes pasaron de ser leves y poder ser asistidos en sala general a ser pacientes moderados o graves. Y hoy, la mayoría de los pacientes que mueren en el AMBA lo hacen en Unidades de Terapia Intensiva. Aunque hay dos momentos de su atención crítica: el del ingreso antes de recibir Asistencia Respiratoria Mecánica, y cuando han sido intubados y sedados. Los primeros tienen una posibilidad, aunque poco frecuente por la rapidez evolutiva de la enfermedad, de tomar conciencia del riesgo de una muerte próxima. Pero más del 50% de los pacientes que reciben ARM muere y lo hace en estado de sedación y sin conciencia alguna de su morir. Esta palabra —morir— es la que el lenguaje habitual del debate público oculta. Sin embargo, una cosa es la muerte y otra muy distinta es el morir.

Después de los meses iniciales de la pandemia, cuando los muertos iban creciendo en número, se empezó a extender el malestar por el modo en que los pacientes graves de Covid llegaban a la muerte en soledad, muriendo mal y padeciendo ellos y sus familiares la situación de distanciamiento y exclusión. Por eso se empezaron a escuchar debates sobre el final de vida de esos pacientes y a prestar atención al acompañamiento emocional y afectivo y a las medidas de cuidado de los moribundos y sus familiares. Esas guías proponían procedimientos dirigidos a garantizar el respeto de la dignidad de cada paciente y sus vínculos. Y procuraban abrir la visión de las muertes por la pandemia a una visión del morir en situación de pandemia.

 

 

La muerte y sus palabras

 

Laydis Milanés- Glosario de Covid-19.

 

Las palabras «los muertos» o «las muertes»  no son abstractas como los números, ya que para notificar que alguien ha muerto ha debido constatarse en un tiempo preciso que dejó de estar vivo. Son palabras hechas de tiempo. Pero no siendo abstractas son todavía vacías de contenido.

Y es que aunque la muerte de una persona pueda definirse como el instante de tiempo en el que deja de estar viva, el derecho ha debido definir siempre, con ayuda de la medicina, y para evitar el conflicto de opiniones en una cuestión tan relevante, cuáles han de ser las diferencias específicas de ese momento.

Es por esa necesidad problematizada en las últimas décadas, que el derecho se ha visto obligado a definir con una fórmula más precisa ese instante de paso. Una definición que no sólo marcará un tiempo preciso sino también un espacio concreto. Es decir: una realidad, que es lo contrario a una abstracción. Así es como se llegó a construir la más extendida definición jurídica actual de muerte, que dice que un individuo está muerto cuando hay un cese total e irreversible de las funciones respiratorias, cardíaca o neurológica. Porque cualquiera de esas tres funciones que hayan sufrido un cese en modo total e irreversible lleva a igual situación a las otras dos. El instante de ese cese es el tiempo de la muerte, y el corazón, los pulmones o el cerebro, el espacio en el que ocurre.

Esa definición jurídica de «la muerte» distingue entre cuerpo humano vivo o muerto desde un soporte empírico estrictamente biológico. Pero definir «la muerte» y hablar de «los muertos», con ese inevitable marco biológico, problematiza la práctica  en la atención de la salud y también en el derecho.

 

 

Se muere de uno en uno

 

Morir en Terapia Intensiva.

 

La salud pública construye su epidemiología con números. Su debilidad está en la esencia de esos números, que es la abstracción témporo-espacial. Y la norma jurídica se construye con términos de alcance nacional o internacional que dan una condición de universalidad a su alcance: para todos los habitantes de la Argentina o para toda persona en el mundo. Es así como en la totalidad de los 421 muertos por Covid-19 del jueves 15 de octubre se debieron verificar las exigencias de la definición jurídica de muerte. Era algo necesario, pero por ese camino el vacío que dejan los números  de la muerte no nos abandonó.

Porque aunque los términos que utiliza esa definición estén atravesados en su esencia de tiempo y espacio, no por ello dejan de ser abstractos en cuanto a su verificación en la existencia real. Esta diferencia es la que tanto suele señalar la Corte Suprema de Justicia cuando le presentan un problema que haya afectado o pueda afectar a personas concretas en la individualidad de la existencia de sus cuerpos y de su condición de persona como sujeto de derechos. La norma universaliza pero los jueces deben individualizar.

Algo semejante ocurre en la atención de la salud.  A los médicos y a los trabajadores de salud los pacientes se les mueren de uno en uno. Nunca asisten al morir de 421 pacientes. Los números notificados de nuevas muertes y los términos jurídicos en su extensión universal pueden ser infinitos en su alcance, pero cada muerto es uno. Y asistir al morir de cada uno de los cuerpos de los que habrán de sumar 421, abre a la dimensión inconmensurable que es la singularidad del cuerpo vivo de cada paciente. Algo que resulta ser duramente costoso de vivenciar en quienes lo asisten.

Con lo que decimos, el derecho ha definido cuando cesa la vida del sujeto capaz de tener derechos y contraer obligaciones. Y la escala de referencia para esa definición es biológica ya que el cuerpo vivo es el sustrato material desde el que se puede tener o no esa capacidad. Pero con esa definición asistimos a una suerte de paradoja en la visión de la muerte como aquella del triángulo imposible de Penrose.

 

 

 

Y es que desde la definición biológica de muerte, todos los muertos (y por consiguiente todas las vidas) son iguales. Es el reino de la igualdad absoluta. Y sin embargo, si hay algo que se revela en cada muerte, precisamente, es la identidad y las desigualdades entre cada uno de los que mueren. Ese es el vacío horroroso del número de muertos.

 

 

 

La vida que los números de la muerte ocultan

El cuerpo vivo, que se diferencia del cuerpo de los muertos en el funcionamiento de sus órganos vitales, tiene otras diferencias radicales con éste. El cuerpo humano con vida tiene también —debe tener— no sólo vida biológica, sino también proyecto de vida. Esta es la igualdad, a diferencia de la definición de muerte, que han de tener los cuerpos vivos de las personas: la igualdad en el poder proyectar sus vidas. Paradójicamente, es una igualdad que reconoce y protege tanto las diferencias, que nos permite ver a cada persona como un ser único, irrepetible, irreemplazable. La buena medicina nos enseña a saber ver y tratar estas diferencias y por eso es el costo tan grande de ver morir a cada paciente.

Cada uno de los 421 muertos del jueves 15 de octubre tuvo el proyecto de vida que sus determinantes sociales le permitieron tener para las capacidades que tenía. Cada uno de esos muertos tuvo una historia de vida insustituible: el día y lugar donde nació, sus padres y el deseo con que lo envolvieron, sus hermanos, su día a día, sus amigos, sus aprendizajes, triunfos y derrotas, sus alegrías y sufrimientos, sus deseos, sus trabajos, sus amores… Todo en cada uno de ellos era único e irrepetible. Y ese es el vacío que dejó su pérdida.

Pero al llegar el momento de la muerte, cada uno de nosotros habrá podido trazar y realizar, en más o en menos,  su proyecto de vida. Habrá gozado en más o en menos de esa que es la libertad. El momento de la muerte no sólo es el del cese total e irreversible de nuestras funciones vitales, en las que todos nos igualamos, sino también el cese total e irreversible de nuestro proyecto de vida, en el que todos nos diferenciamos.

El reporte diario del número de infectados y de muertos por Covid-19, aunque necesario, cuando reduce la información a números despersonalizados representa un modo de ver la muerte en la que el morir, como escena final de un proyecto de vida realizado o frustrado, desaparece. Ese juicio final, en este mundo, que es juzgar cuán realizada ha sido la vida del que muere y cuán justos hemos sido con la vida que se pierde, está ausente. Sin hablar del morir, la muerte no es más que un horroroso vacío


Fuente: El cohete a la luna, 18 de cotubre de 2020. 

jueves, 1 de octubre de 2020

¿Qué puede un cuerpo? Ficcionar posturas del agotamiento Patricia Garrido Elizalde

Expediente

¿Qué puede un cuerpo? Ficcionar posturas del agotamiento

Patricia Garrido Elizalde



Se está fatigado por algo, pero uno se agota por nada.


Gilles Deleuze, L’Épuisé[1]


 


¡Diantres! Una paciente intentó suicidarse, la llevan al “Rubén Leñero” y ahí se contagia, tiene que ser trasladada. Una vez dada de alta en la Unidad Temporal y lista para salir —agitada por el miedo a encarar su propio acto frente a su familia—, no quiere regresar a casa y no puede permanecer en el hospital improvisado.


Hipócrates constituyó el cuerpo como el sitio de la salud. Pero el cuerpo no permite olvidar que es ante todo el sitio del goce. La demanda del enfermo y el goce del cuerpo son dos referencias que comprometen al médico más allá de sus puntos de apoyo estrictamente científicos. Dos discursos, dos prácticas, dos realidades. El psicoanálisis, la medicina.


Me invitan a una unidad temporal hospitalaria COVID-19 en CDMX, de pronto me encuentro incursionando en el campo médico y en la escucha, no tanto de los pacientes infectados, sino de los tratantes del coronavirus y sus efectos en primera línea. Al saber de mi inscripción en el campo del análisis, alterados solicitan ayuda y apelan a mi escucha.


Diego, responsable de la unidad de atención, indica:


“Antes de la COVID-19 podíamos apoyarnos en un saber médico establecido. No quiero decir que esto haya sido mecánico, pero teníamos protocolos de cuidados, un savoir-faire; algunos métodos diagnósticos. En función de signos clínicos, podíamos medir la gravedad de la patología, plantear un diagnóstico confiable y dar un buen tratamiento. Había ciertos hábitos, aunque esto no caracterice a un servicio de urgencias. La emergencia siempre es impredecible. Ahora, nada camina; un día aplicamos tal tratamiento, eso funciona. Otro día, eso no funciona para nada. Intentamos encontrar una estrategia, pero nos equivocamos todo el tiempo”.


“La medicina no es una ciencia exacta, pero esta vez nuestro saber adquirido, el saber médico, no funciona más, no es el más adecuado. De súbito, tenemos la impresión de tener resultados y el paciente siguiente lo pone todo en cuestión”.


Los médicos muestran sus proyectos de trabajo, formulan ideas, hacen diagramas, esquemas que buscan dar “sentido”; con frecuencia no pueden trazar una orientación, tratan de explicarse y replantear los problemas para ellos como para su equipo. Pero, ¿cómo decir que el sentido ya no puede ser enunciado? ¿De qué manera soportar el peso de quien habla sin que exista un fondo seguro que lo sustente? ¿Cómo articular una comunidad que cargue lo que está desfondado?


¿El decir del sin-sentido? Ya no es simplemente una negatividad o una falta, sino un exceso, una excedencia, experimentar el límite.


Rosa, una enfermera, forma parte de la conmoción de los puntos de referencia y del agotamiento que eso engendra:


“Cuando estamos en un servicio de urgencias el ritmo en general es constante, sostenido, pero sabemos en cierto momento que el trabajo avanza, que los pacientes están fuera de peligro y que van a ser atendidos por el servicio adecuado”. Agrega: “Aquí, el ritmo es muy lento, no es precisamente al que estamos habituados. De golpe hay una llegada importante de pacientes, pero lo que nos desestabiliza es que no estamos en el tiempo de la urgencia que conocemos. En apariencia todo parece en calma. No pasa nada, los pacientes están ahí. Nuestra vigilancia tiene tendencia a caer y, sin que se sepa por qué, los casos se agravan bruscamente. Eso nos pide mucha más concentración en este ritmo lento. Es la inestabilidad, lo inesperado de esta patología lo que nos fatiga”.


Un cuerpo es lo que empuja los límites hasta el extremo.


Luego de varias intervenciones del equipo de salud, se produce un deslizamiento y aflora algo que evoca, ya no la simple fatiga del que no cuenta con ninguna capacidad (subjetiva), del que no puede, por tanto, realizar la más mínima posibilidad (objetiva), sino el agotamiento que persiste cuando no se puede reconocer todo lo posible, la fatiga solamente acaece cuando se consuma la realización, mientras que el extenuado agota todo lo posible. “¡Que se me pida lo imposible, no me importa, ¿qué más se me podría pedir?!”, Beckett, en  El innombrable.[2]


Samuel, uno de los médicos:


“Sería casi deseable olvidar el saber médico, concentrarse sobre los signos discretos de la clínica y volver a los métodos empíricos, tener confianza en la intuición y en la percepción. Nos hemos habituado a razonar de esta manera, es casi contraria a la ética de nuestra profesión, que se basa en la evidencia y la prueba del método científico. Lo que funciona un día no funciona más al siguiente. No hay ley, no hay reglas, no podemos aplicar nuestros razonamientos científicos. No buscamos nuevas maneras de hacer, eso nos lleva por el camino equivocado”.


—¡No hay más posibilidades! —respondo, dirigiéndome al equipo. Les hablo de Beckett. Y les hablo de Spinoza; de su spinozismo encarnizado. Y pregunto: —¿Díganme a qué se aferran cuando no hay más saber médico, cuando no hay más discurso científico, cuando no hay más ficción cognitiva; cuando el tiempo en el hospital ya no es el mismo y cuando los abate la fatiga?


Blanca, la enfermera, responde:


“A nuestras mascarillas [me muestra una N95] y a nuestros guantes, a nuestros overoles de protección [de material plástico tyvek] cuando los tenemos”. La única protección que nos queda es una barrera entre los cuerpos que hace límite entre los llamados cuidadores y los pacientes cuidados. Ahí mismo donde las fronteras se hacen difusas: “Sabemos que podemos contraer la COVID-19 y pasar al lado de los que son cuidados. Tenemos miedo de ser contaminados, de no hacer las maniobras del protocolo adecuadas, perder la bioseguridad y contaminar a nuestros familiares como consecuencia. Lavarnos las manos, vestirnos, cambiarnos sin cesar las protecciones, llevar mascarilla, guantes, googles y a veces careta, es muy estresante y agotador a la larga”.


Luis, cirujano de alrededor de 30 años, ensarta en la conversación: “Un día amanecí con el cuerpo cortado, en la tarde escalofríos, y ya no me gustó, [me] tomé la temperatura: 37.7º (febrícula), pero tenía cefalea, dolor articular y muscular. Esa noche no pude dormir. Aumentó la alarma y la temperatura. Al día siguiente acudí al Instituto Nacional de la Nutrición, mi hospital de adscripción y donde me había infectado. Días después me dijeron que la prueba era negativa. Los síntomas eran innegables, así que indicaron aislamiento por una elevada posibilidad de un falso negativo. La cuarentena te vuelve loco. A los 7 días repitieron la prueba y fue positiva. Tuve pesadillas: ¡qué miedo a la gravedad y a ser intubado!”.


Jean-Luc Nancy escribió: “Experiri en latín es justamente ir al exterior, salir a la aventura, hacer una travesía sin siquiera saber si se volverá. Un cuerpo es lo que empuja los límites hasta el extremo, a ciegas, tentando, tocando por lo tanto”. Un cuerpo es lo que nos agita. ¿Dónde está el interior y dónde está el exterior?


Otro de los médicos espeta la ausencia del límite:


“Ahora estamos igualmente limitados en el exterior. Me da miedo salir y ser agredido. Antes, cuando pasaba los muros del hospital y estaba en el exterior, dejaba mis preocupaciones. Hoy cuando vuelvo a mi casa, cuando miro la televisión, cuando voy a la tiendita, todo me recuerda al hospital”. Luego mi familia, mis amigos, me hacen preguntas; yo les respondo que no sé, [pero] es muy difícil no saber cuando se es médico, tener dudas e incertidumbre. Tampoco les va mejor a aquellos que parecen estar con mayor certidumbre”.


“Es complicado cuidar a la gente cuando no sabemos y se impone hacer diagnósticos y elecciones terapéuticas. Nos encontramos frente a pacientes que tienen mucho miedo, que están inquietos y nosotros no sabemos gran cosa, no estamos muy seguros de poder curarlos. Pienso que ellos lo resienten y que la duda se instala. Ustedes los psicoanalistas llaman a eso la transferencia, creo”.


“Observamos otro fenómeno cuando se trata de los signos clínicos. Luego de las primeras entrevistas diagnósticas sabemos que la gente miente, minimizan sus síntomas; no quieren saber nada del tema, parece algo bien inconsciente, una especie de denegación, rechazan tener los síntomas descritos en los medios de comunicación. Tengo la impresión de que toda esta campaña mediática tiene efectos en la población, efectos deletéreos que engendran una forma de pánico y sobre todo mucha angustia. A otros, los llevan al hospital a pagar grandes cuentas sin estar contagiados, como Conchita [refiriéndose a una paciente que luego acudió con ellos, al servicio público, sin estar contagiada]. Sin contar las divergentes opiniones de los especialistas ¡o de Donald Trump! sobre los tratamientos, todo eso no contribuye a tranquilizarnos. Los lazos de confianza se ven modificados, pero cuando todo se alinee como en el universo, transferencia, saber, volveremos a nuestro funcionamiento anterior”.


Pregunto: ¿cómo le hace frente a la ausencia del diagnóstico?


Samuel, vuelve a intervenir:


“Razonamos a veces a la inversa, buscamos un detalle cuando parece que todo va bien, rastreamos signos cuando no los hay, como los niveles de saturación de oxígeno; nos interrogamos sin cesar. Todos los casos se vuelven atípicos. Esta tarde, por equívoco, llegó una paciente con un esguince de tobillo. Decidimos hacerle la prueba y dio positivo. ¡Debía estar hospitalizada! Ella no comprendía lo que pasaba y requería de tiempo para entender”.


Anita, una enfermera:


“Llevar las mascarillas y los overoles no facilitan la relación con los pacientes. Es como Chernobyl: a los niños les das miedo. Fui muy acariciada por una paciente de edad avanzada afectada por la COVID-19, venía a decirme que tenía la enfermedad y me compartía su angustia de morir sola, sin sus hijos que se encontraban lejos; probablemente tampoco los iban a dejar acercarse a ella. ¿Cómo podría tranquilizarla a través de mi mascarilla y de mi careta? Sin que ella viera mi cara, mi semblante, ¡eso no era posible!”.


Raúl, uno de los enfermeros, decía:


“¿Qué vamos a hacer —esta es una unidad temporal— si no atendemos más a los pacientes con cáncer o a los infartados? ¿Qué vamos a hacer con el hecho de que haya una baja de asistencia de todas las otras patologías puesto que no se atienden? La gente tiene miedo de venir al hospital, muchos pacientes detienen su tratamiento. ¡Esto va a ser una catástrofe!”.


El médico infectólogo, jefe en turno, expresó:


“El desconfinamiento va a ser una nueva etapa, [pero] esperamos lo peor. Vamos a ver llegar un gran número de casos, [aunque] sin duda serán menos graves. La clasificación de los pacientes que vamos a tener que efectuar será entre, por un lado, el sector no contaminado, y por el otro, el sector contaminado que provoca reacciones de pánico. Es verdad que las palabras elegidas para nombrar estos sectores son muy mal elegidas, inmorales y obscenas. Algunos rechazan este ‘sector sucio’. Intentamos explicarles con cifras estadísticas, pero los pacientes siguen la actualidad y saben que las cifras varían, que las estadísticas no son muy confiables. Todo lo que pensamos es puesto en cuestión la semana siguiente”.


Villa, uno de los enfermeros más jóvenes:


“Cuando damos los resultados de las pruebas por teléfono nos sorprende la efusividad cuando esta es negativa. Cae, sin duda, una gran ansiedad… aunque sabemos que hay un 30% de margen de error en las pruebas. En esta pandemia estamos siempre cercanos al hecho de la muerte; acecha con la posibilidad de que los casos se vuelvan súbitamente graves. Sentimos, no obstante, cuando una persona va a morir; buscamos teléfonos celulares entre los pacientes, les acercamos a su familia para que puedan hablarse por última vez; son las últimas palabras que se van a decir. Luego, no habrá más nada, ni ceremonia, ni velatorio, ni entierro. Lo sabemos y valoramos la importancia que esos momentos tienen”.


Y, cuando no hay más comunicación, cuando no hay más saber, cuando no hay más palabras y límites, ¿qué es lo que les sostiene?


El médico infectólogo responde:


“Nos queda la humanidad, la relación que tenemos entre nosotros, una gran solidaridad, estamos muy unidos. Es eso lo que nos sostiene, lo que nos une frente a esta situación. Por eso a veces hasta cantamos juntos”.


Dirían ustedes: ¿nos queda el cuerpo médico, amasijo de cuerdas y tendones que somos? El cuerpo es lo abierto, nunca presencia plena, totalidad o conjunto cerrado, aun donde no deja de hacer-cuerpo esa angustia. El cuerpo es siempre sensibilidad que se abre, que disloca, que irrumpe, que astilla, que fragmenta, que espacia, que existe, una comunidad inconfesable.


Gabriel, uno de los enfermeros de más edad:


“Eso sí, necesitamos que esta situación no dure mucho tiempo, comenzamos a sentir la fatiga. ‘Lo que tememos es el agotamiento’. Pero, aun algo más, no tenemos idea de cuánto va a durar esta pandemia, ni de su evolución, ni de sus rebrotes, ni de la llegada de la vacuna. No podemos decirnos: eso va durar tres meses, será el infierno y luego todo se tranquilizará, haremos una fiesta a lo grande y todo se olvidará. No, no podemos decirlo”.


Diego, el médico que habló por primera vez:


“Es espantoso, es terrible esta situación que se ha tornado imposible, hablar nos hace tomar conciencia de la situación, de nuestra situación en el servicio de salud”.


El infectólogo añade:


“¡Sí, es espantoso! ¡Es del imposible, como decía Beckett! Pero ahora al menos lo sabemos y eso es mejor. Se trata entonces de saber cómo hacer con este imposible. ¿Cómo se hace con el imposible?”.


Pienso en Deleuze diciendo: la combinatoria es el arte o es la ciencia de agotar lo posible, pura disyunción inclusiva. Solo lo agotado, lo exhausto, puede agotar lo posible, puesto que renuncio a toda necesidad, preferencia, objetivo o significación.


Luego de un tiempo de silencio, señalo: “Me parece que su deseo de curar los empuja a encontrar la solución, pienso en sus esbozos de ruta, sus esquemas trazados en los pizarrones. Ustedes ahí se desplazan. ¡Ahí innovan!”.


Las disyunciones subsisten, incluso la distinción de los términos se hace más y más cruda, pero los términos disjuntos, como en las matemáticas, se afirman en su distancia indescomponible, no sirven para nada ¡salvo para permutar!


Diego, el médico coordinador de la Unidad:


“Estamos frente a lo desconocido, una página de la historia de la medicina está camino a escribirse. Más tarde podremos retomar, releer los testimonios, lo que hemos dicho hoy y medir, calibrar dónde estábamos en ello. Es un momento histórico de la medicina el que vivimos. Habrá un antes y un después de la COVID-19. La medicina está confrontada con lo inédito y tendrá que encontrar soluciones para este imposible, [para] esta disparidad de nuestros referentes, este ‘real sin ley’ evocado todo el tiempo.”


“El hecho de emplear todo un vocabulario guerrero, como decía el presidente francés: trinchera, guerra, línea o campo de batalla, es una manera de nombrar lo que nos acontece, ponerle palabras a lo que nos sumerge. Hacer de la medicina una urgencia en situación de guerra no es comparable. ¿Por qué la comparación de enemigos en lucha? ¿El enemigo es la enfermedad, el agente patógeno invisible o se trata de cuántos van a caer? En un servicio de emergencia los casos graves están seguros, por ser atendidos en un servicio de urgencia vital, justamente. La selección (triage) que efectuamos para la COVID-19 es más dolorosa y ansiógena: ¿Quién tendrá prioridad para ser intubado?, ¿jóvenes o viejos? Vemos forjar nuevas herramientas, como si estuvieras buscando un camino en alpinismo —reto a la naturaleza, riesgo de perder la vida—, de principio un pico, donde ves luego una planicie, entonces un segundo ascenso y descenso de montañas. Es así como se avanza”.


Samuel concluye:


“Es fundamental entender que no existe una respuesta perfecta. Estamos confinados en una visión muy estrecha del conocimiento. Ante estos fenómenos siempre llegaremos a destiempo, o antes o después, nunca justo a tiempo. Insisto, el problema es complejo, requerimos de una visión transdisciplinaria porque es un fenómeno biológico que se modifica y evoluciona con el tiempo, en una interacción entre virus, humanos, sociedad y ambiente. Cada sociedad, cada región es una epidemia diferente, aunque la misma”.


Cavilo: ¿Qué más exacto que la fórmula de Shakespeare?: The time is out of joint. El tiempo ya no se refiere al movimiento que mide, sino el movimiento al tiempo que lo condiciona.


Escucho a Samuel y me hace pensar que “el movimiento ya no es una determinación del objeto, sino la descripción de un espacio, espacio del que debemos hacer abstracción para descubrir el tiempo como condición de acto”.


Les digo a manera de despedida, a sabiendas que volveremos a vernos: ¿Saben por qué me hacen pensar en Shakespeare? Porque Hamlet es el primer héroe que necesita realmente tiempo para actuar. Sí, como diría Deleuze, La crítica de la razón pura es el libro de Hamlet donde el tiempo es el mero orden del tiempo… “El tiempo se ha salido de sus goznes…”.[3]


Con esto cierro estos fragmentos de experiencia ficcionada cuyo epígrafe podría haber sido: ¿Qué importa quién habla? Solo un mapa de trayectos.[4]


 

* Patricia Garrido Elizalde es miembro de L’École lacanienne de Psychanalyse. Practica el psicoanálisis en México.


[1] Gilles Deleuze, “L’épuisé”, en Samuel Beckett, Quad et autres pièce pour la télévision, Les Éditions de Minuit, París, 1992, p. 59.


[2] Samuel Beckett, L’Innomable, Olympia Press, París, 1953.


[3] Gilles Deleuze, “Sobre cuatro fórmulas poéticas que podrían resumir la filosofía kantiana”, en Crítica y Clínica, Anagrama, Barcelona, 1997, p. 44.


[4] De manera completa, Samuel Beckett dice: “¿Qué importa quién habla? Alguien ha dicho que importa quien habla… Todo es falso, no hay nadie, está claro, no hay nada, basta de frases, seamos burlados, burlados por los tiempos, por todos los tiempos esperando que pase, que todo haya pasado, que las voces callen, no son más que voces, embustes. Aquí, marchar de aquí e irse a otra parte, o permanecer aquí. Pero yendo y viniendo”. “Textos para nada, III”, en Relatos, Tusquets, Barcelona, 2003, p.88. Este escrito fue producido por un extenso diálogo con Natalia —médica geriatra— y por los médicos y trabajadores de la salud a quienes presté voces y decires, luego de sus testimonios a veces en el New York Times, Diarios de la pandemia, www.nouvelobs.com, leparisien.fr, en las reuniones de los médicos y asistentes al Seminario Permanente de Bioética (UNAM). No importa en qué lengua se expresaron, casi siempre se sostenía ese mismo discurso, el discurso médico que los condiciona: ¿puede el cuerpo restituir el sentido perdido? Pregunto.


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