domingo, 26 de julio de 2020

El debate sobre el acompañamiento y la despedida a enfermos terminales de coronavirus

SOCIEDAD
CORONAVIRUSMUERTEDUELOCONICET
26 de julio de 2020
Fuente: página12



La muerte y el duelo en la era covid-19
En la Argentina no hay protocolos que regulen los contactos con familiares, y cada institución habilita distintos lineamientos. Los expertos advierten sobre las consecuencias de la muerte aislada.
 
Por María Daniela Yaccar


El coronavirus lo cambió todo radicalmente, incluso el modo de morir. ¿Las muertes en el aislamiento y en soledad son muertes dignas? ¿De qué modo podrían serlo? Miles de personas dejaron este mundo sin poder despedirse de sus seres queridos o haciéndolo de modo virtual. Si bien en la Argentina el Estado no prohíbe las visitas a enfermos terminales de covid-19, no existen lineamientos para su habilitación y desarrollo. Una red de expertos anclada en el Conicet propone una serie de recomendaciones que incluye este tema.


Esta semana se supo que un hospital de La Plata, el Rossi, había diseñado un protocolo para que los familiares de enfermos de cuidados paliativos que tuvieran coronavirus pudieran acompañarlos (ver recuadro). En rigor, se viene implementando desde mayo. Tal vez su alcance no sea tan importante como lo que simbólicamente implica o puede disparar: es una “fisura” a esta nueva y dolorosa, casi insoportable, idea de la muerte en soledad. Así lo entiende la directora ejecutiva de la institución, María Cecilia Jaschek. Lo cierto es que incluso dentro de ese mismo hospital el protocolo --que no parece tener precedentes en ningún lugar del país-- tiene sus limitaciones: no aplica, por ejemplo, para los enfermos de terapia intensiva. Está exclusivamente pensado para los pacientes de cuidados paliativos que estaban en sus domicilios, contrajeron coronavirus y debieron ser internados.

Así y todo, es el primer documento preciso que se conoce sobre el tema y está puesto a disposición de todas las instituciones que deseen aplicarlo y adaptarlo de acuerdo a posibilidades y recursos. Jaschek remarca que el eje de cuidados paliativos es “el acompañamiento de la familia y del paciente” por parte de un equipo interdisciplinario. Por eso dentro del área “apareció rápidamente la pregunta” sobre cómo continuar con ese acompañamiento en una pandemia que impone otro modo de morir y, también, otro modo de iniciar un duelo. La cuestión es bien compleja pero hay un único “nudo”, según la perspectiva de Juan Carlos Tealdi, integrante del Comité de Bioética que asesora al Gobierno: “cómo se hace para, manteniendo las medidas de seguridad, mantenerle al paciente sus contactos. Y eventualmente si llega a estar por morir que pueda tener una despedida acorde. Es lo que se empezó a debatir, porque al principio era ‘te aislo y chau’: no ves más a nadie'”.

Generalidades no pueden establecerse porque en la Argentina, al menos de momento, no hay lineamientos sobre este asunto que los ministerios hagan llegar a las instituciones de salud. Por lo menos no en el caso de Nación, la ciudad y la provincia de Buenos Aires. La cartera de Salud de la Nación propone, tan sólo, recomendaciones para los cuidadores --los familiares que acompañan-- en casos de pediatría. Pero "fisuras" hay varias. Un caso que se hizo público es el de Manolo Juárez. Se supo que en su último momento el pianista y compositor, quien falleció este sábado , pidió escuchar Chopin. Y también que estuvo acompañado por sus hijos Mora y Pablo, quienes le sostuvieron la mano hasta su último momento. Fue en la Fundación Favaloro. Juárez tenía coronavirus.

Otra fisura se registra en el hospital Cestino, de Ensenada. "Hemos hecho excepciones en terapia intensiva, con todas las medidas de protección, para que los familiares directos puedan despedirse", revela Roque Gutiérrez, su director, refiriéndose tanto a casos de coronavirus como sospechosos. En realidad, lo han determinado para enfermedades terminales. Puede ingresar un solo familiar, una vez por día, apenas un rato. Y hacer un "acompañamiento solamente con la voz". "Ningún médico terapista, ningún director, pretende que alguien muera totalmente aislado", afirma Gutiérrez. En cambio aquél protocolo del Rossi no se implementó sin resistencias.

"Estoy segura de que muchos lugares dejan pasar a familiares. Sería loco si no pasara. Estaríamos al rojo vivo si nadie pudiera conmoverse con el otro. El protocolizarlo es darle un marco para que todos puedan hacerlo en condiciones seguras, aceptables, infectológica, moral y culturalmente", concluye Jaschek.



Trauma colectivo
"Trauma colectivo." Esta es la expresión que utiliza Tealdi para alertar sobre los riesgos de no dar atención a lo que está sucediendo en torno al coronavirus, el último período de la enfermedad, la muerte, el duelo. "Hay que instalar el tema, prestar atención a que la gente está muriendo mal y que los familiares se están despidiendo mal. Eso causa un impacto. Genera un trauma colectivo que vamos a ver después. Es como la guerra de Malvinas: los que volvieron con todas sus secuelas. Es otro tema, pero hay que ver cómo se previene de alguna manera, cómo se mitiga el daño que ocasione la pandemia."



Este es un dilema en el que entran en juego "la vida del paciente y la vida de los otros". Para el experto, no se puede considerar solamente la dimensión de "los derechos humanos y la ética". No sin tener en cuenta la importancia de los recursos para "respetar y no avasallar a los demás". "El tema es que cada lugar tiene sus posibilidades. La presencia del familiar tiene que ser con el Equipo de Protección Personal, que no abunda en todos los hospitales ni mucho menos. No hay muchas veces para el personal de salud. Son caros y hay que renovarlos. No es fácil. Hay que procesar todo ese material, tiene que haber gente que lo recoja, que lleve, que lave... no es fácil la mecánica. Pero hay que trabajar sobre la mentalidad, que es más difícil de vencer que otras cosas", se explaya. Se refiere a la mentalidad que demarca qué es importante y qué no en la pandemia. Cuáles son las prioridades. Por qué una buena despedida no sería una. Los muertos parecen volverse números, pero son historias, y "el colapso parece llevarse todo puesto".

No obstante, Tealdi considera que una visita "directa" es "extremadamente complicada". Sería "ultra difícil" establecer un protocolo para terapia intensiva, por ejemplo, "por no decir imposible". "No se puede por la extrema complejidad del tratamiento y la circulación. Sí se puede pensar para pacientes en sala general, tanto moderados como leves, que no han accedido a terapia intensiva", explica.

Un dilema, recuerda el presidente de la Asociación de Psiquiatras Argentinos (APSA), Santiago Levín, se presenta cuando "dos soluciones traen problemas". "Si uno pone sobre la balanza el aspecto estrictamente del manejo del virus, la persona debería morir sola, sin tocar a nadie para no propagar la enfermedad. Si uno pone el aspecto de la dignidad humana de morirse acompañado, la cuestión cambia. Frente a un dilema no existe una solución enteramente satisfactoria: hay que debatir los valores que están en juego", sostiene.

Para el psiquiatra, en principio no está bien que cada institución haga lo que pueda/ quiera en relación al tema de las visitas. "La necesidad del acompañamiento, para que se cumpla el derecho a una muerte digna, tiene que tener como condición previa una claridad meridiana en las normas a aplicar. Algunas de estas cosas pueden no hacerse no por mala práctica. A veces es falta de recursos. Además, estamos aprendiendo día a día. Esta no es una situación que se haya dado en el pasado", sugiere. Además, considera "razonable" que en el inicio de la pandemia se haya "puesto el valor del aislamiento" como principal y que ahora empiecen a aparecer otros debates, como éste, que no son secundarios, sino "esenciales".

"Lo que hay en el fondo es qué hacemos nosotros, los seres humanos del siglo XXI, con la muerte. Qué rol cumple. ¿Tratamos de no morir nunca o la tratamos de incorporar dentro de nuestras preocupaciones? ¿La incluimos en protocolos, en medidas de prevención, etcétera? Es recontra interesante, de impotancia ética, y para la salud mental de los que están muriendo y los que quedan. Morirse es una etapa de la vida. Forma parte de vivir. Es trascendente hablar de estos temas. No sólo de los números, la tasa de mortalidad, cuántos infectados y recuperados o muertos hay: ¿cuántos de los que van muriendo tienen acompañamiento?"

La imposibilidad o el obstáculo a la hora de ver al familiar que está internado se conjuga, claro, con la alteración en los rituales de despedida una vez que falleció. Así como la muerte en la era de la covid-19 es otra, es distinta, distintos son los duelos. ¿Qué impacto tiene el hecho de no poder visitar a una persona, no poder verla antes de que muera, no poder después ver su cuerpo, no poder dedicarle un ritual? Sobre este punto reflexiona Víctor Rodríguez, psicólogo del equipo de Salud Mental del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). "El duelo es un proceso que nos sucede a todas las personas ante una pérdida, particularmente de un ser querido. Pero no se da naturalmente. Tiene que haber condiciones para que sea posible. Por ejemplo, pienso en los familiares de desaparecidos. Es imposible darle inicio porque el registro de la muerte no está dado, no se pudo formalizar ni oficializar. No tiene que ver con los trámites, sino con el contacto de una persona que atestigua por sí misma, o por alguien de confianza, que ese deceso sucedió. La prueba de realidad de la muerte inaugura la pérdida", define.


"No puede ser la norma que se devuelva un cajón cerrado y no haya un último momento de despedida. No es menor", destaca Rodríguez. El CELS trabaja en conjunto con el Equipo de Antropología Forense, y si bien está más abocado a la cuestión puntual de los fallecimientos, también le preocupa la instancia previa. Busca instalar el tema y apoyar a los profesionales de la salud, como los del Rossi, que estén tomando iniciativas al respecto. "Las situaciones varían mucho, las condiciones materiales siempre condicionan, pero aún teniendo en cuenta eso nos parece que siempre unos lineamientos claros y comunes orientan, establecen prioridades. De lo contrario, queda al arbitrio de cada lugar establecer qué importancia le da al acompañamiento del familiar", explica. El CELS apoya el protocolo del Rossi porque es muy "cuidadoso y preciso" y porque "ni siquiera desde los ministerios" han surgido documentos como éste.

En sintonía con la opinión de Tealdi, el psicólogo cree que los contextos de emergencia llevan a la primacía de la dimensión "física" del problema. "Obviamente importan el virus, el contagio, los síntomas, el respirador. Pero parece que todo eso es más importante que la salud mental, cuando la salud es integral. No puede todo eso llevarse puesto cuestiones relevantes. A medida que se multiplican los casos hay menos posibilidades de incidir. Empiezan a pesar más los argumentos de orden logístico y operativo. No quiere decir que no sean ciertos: pero también se está jugando algo totalmente importante para las personas que sobreviven", advierte.

Cuidados y derechos en el fin de la vida
"En tiempos de pandemia pasamos del paradigma del cuidado centrado en la persona al cuidado centrado en la comunidad", afirma en un documento una veintena de expertos --entre los que hay bioeticistas, filósofos, sociólogos, abogados, paliativistas, psiquiatras y psicólogos--. Este grupo se corrió de la mirada hegemónica de la pandemia y armó una red llamada "Cuidados, derechos y decisiones en el fin de la vida", anclada en el Conicet. El objetivo es generar un espacio de intercambio entre los investigadores y entrar en diálogo con quienes gestionan instituciones públicas y privadas, siempre en torno a las decisiones del "fin de la vida". Su coordinadora es Graciela Jacob, socióloga, médica máster en medicina paliativa, expresidenta de la Asociación Argentina de Medicina y Cuidados Paliativos y exdirectora del Instituto Nacional del Cáncer.

"Hay infinidad de personas que no tienen idea de lo que les va a pasar --dice Jacob--. Y no se les ocurre pedir por sus derechos porque no los conocen. Cuando un paciente empieza a ir mal, le ponen un respirador, está sedado y deja de tener la capacidad de tomar decisiones. Las puede tomar antes, no durante de ese período. Hay que ver cómo se desarrollan estrategias como para que cuando alguien ingresa a un hospital se pueda saber si tiene decisiones anticipadas tomadas. Todo paciente, por ley, tiene derecho a decir cómo quiere ser atendido."

Dentro de un documento de recomendaciones que configuró esta red se encuentra el tema del entorno afectivo. "La muerte aislada y en soledad impone una condición de sufrimiento insospechado y agrava, para el/ la paciente, para su familia y/o entorno afectivo y la sociedad en su conjunto, las consecuencias emocionales en el procesamiento de despedida y duelo", plantea el texto. En el ítem número 8, recomienda "facilitar el contacto y la comunicación del paciente con su familia y entorno durante todo el proceso de internación y extremar las medidas para facilitar el acompañamiento, prioritariamente a las personas en situación de agonía y previsible muerte inminente, por un acompañante (familiar, referente afectivo, asistente espiritual y/o voluntario/a)". Más adelante, en el punto 12, apela a "garantizar el derecho a la despedida de los seres queridos durante el proceso de final de vida y que dicha instancia sea lo más humanizada y confortable posible". Propone también garantizar el acceso a medidas de protección y bioseguridad para que los seres queridos puedan ver el cadáver.

A todo esto, Jacob añade: "Si no tratamos al enfermo y a su familia con algún grado de empatía vamos a ver duelos traumáticos, mal procesados, que van a durar mucho tiempo, que van a llevar a la gente a enfermarse, a tener más accidentes, perder capacidad laboral. Tenemos que pensar también en términos emocionales y psicológicos la pospandemia. No podemos resignarnos pensando que somos un país con dificultades económicas. Por lo menos, si no lo hacemos, tenemos que saber que no se pudo, y poder decirlo".

domingo, 12 de julio de 2020

De la infodemia a la psicodemia. Por Alejandro Dagfal

DE LA INFODEMIA A LA PSICODEMIA

Por qué se agitan los fantasmas más temidos


En las últimas semanas ha causado sorpresa una impresionante profusión de notas de radio, televisión y prensa escrita con tres puntos en común. Por un lado, todas ellas anuncian riesgos inminentes que pondrían en jaque la salud de los argentinos. Por otro lado, postulan que esas calamidades se deberían a la cuarentena y no a la pandemia. Por último, se basan en supuestos hallazgos científicos obtenidos por un “Observatorio de Psicología Social Aplicada” (OPSA) recientemente creado en la Facultad de Psicología de la UBA. El OPSA, a través de investigaciones realizadas por Internet, encuestando a miles de personas, habría detectado que, en medio de la pandemia –en un contexto de crisis sanitaria y económica internacional sin precedentes–, el sentimiento que predomina en los argentinos es… ¡la incertidumbre!, seguida de cerca por la preocupación y la ansiedad, que son interpretadas como “un trípode emocional-cognitivo” compuesto por “indicadores negativos de salud mental”.


La construcción intencional de un escenario catastrófico

En buen romance, estos estudios que se ufanan de respetar standards internacionales informan haber detectado lo obvio: que en medio de una megacrisis económica y sanitaria la gente tiende a tener incertidumbre, a preocuparse y a ponerse ansiosa. Lo extraño es que, en la interpretación de esos datos, en vez de destacar que los argentinos estamos teniendo reacciones normales ante circunstancias muy atípicas, se alarman por “las mediciones” de esos “peligrosos indicadores” que van evaluando en encuestas sucesivas (como si el estado de ánimo de un país se pudiera medir de manera acumulativa, con la misma precisión que las precipitaciones pluviales o las emisiones de dióxido de carbono). Más aún, patologizan esas reacciones normales (es decir, las consideran enfermizas) y las asocian a otras mucho más graves, como la depresión, la pérdida del sentido de la vida o el pánico, que figuran sin embargo en los últimos lugares de todas las encuestas. Peor todavía, dan a entender que, como la incertidumbre, la preocupación y la ansiedad tienden a crecer, estaríamos llegando a niveles críticos, de los que corremos el riesgo de no poder volver.
Una vez que estos estudios construyen ese escenario catastrófico, concluyen en tono admonitorio, con interrogantes tan objetivos como estos:
  1. «¿Cuánto tiempo más en estas condiciones de aislamiento social e impedimento de trabajar son tolerables a nivel psicológico?»
  2. «¿Qué riesgo se asume de que toda la sintomatología de malestar que hoy ha florecido se convierta en crónica y sea difícil de revertir a futuro?» (estudio 8, p. 42).
Parecería que no cabe preguntarse si el aumento progresivo de esos sentimientos normales –que los estudios consideran sintomáticos– se correlaciona con el aumento de la cantidad de muertos e infectados y con la proximidad del pico de la pandemia. Lo verdaderamente patológico, estimo, sería que en un momento semejante la población, negando la realidad de la compleja situación sanitaria, pretendiera volver como si nada a sus ocupaciones habituales, simplemente porque “ya no aguanta más”.
Es decir, por más válida y rigurosa que sea la escala utilizada, tanto las preguntas formuladas (que inducen a determinado tipo de respuestas) como la interpretación de los datos (que es cuanto menos cuestionable) son totalmente sesgadas. Podría pensarse que esos estudios encontraron exactamente lo que iban a buscar (un alarmante aumento en las patologías de salud mental de la población) y que, cuando no lo encontraron, se las ingeniaron para destacar en sus conclusiones (y, sobre todo, ante los medios) la mitad vacía del vaso. Por ejemplo, si el 44% de los encuestados decían estar “un poco asustados por la idea de contraer el coronavirus”, los sumaban al 28% que se presentaba como muy asustado, para construir “una gran mayoría de 72%”, que señala que está entre muy asustada y poco asustada (informe 8, p. 44). Así, estos estudios opinables, que se suceden de manera vertiginosa, muestran su verdadera intención, que no es la de producir conocimiento riguroso sobre la pandemia desde una universidad pública, sino la de posicionar a la Facultad de Psicología de la UBA y a sus autoridades como actores políticos capaces de brindar a los medios ideas sobre “lo que habría que hacer” en un momento como este, basándose en información supuestamente confiable.


Los medios y el trastocamiento del sentido común

Ante tanta incertidumbre, no es raro que algunos medios compren y difundan acríticamente las certezas que les brinda un Observatorio con el sello de calidad de la UBA (que no se presenta como una pequeña consultora privada, aunque funcione como tal). No obstante, debería llamar la atención que la cara visible del OPSA no sólo sea su director, sino también las autoridades de la Facultad de Psicología. Encabezadas por el decano, esas autoridades han realizado un raid mediático muy exitoso, en el que no pararon de vincular con presunta validez científica el “tsunami que se viene en materia de salud mental” con la cuarentena. Así, en estas semanas, han proliferado títulos tan inocentes como «¿Cuánto tiempo más de aislamiento social es tolerable a nivel psicológico?» (Infobae, 9 de junio), «Un estudio de la UBA señala que más de la mitad de la gente cree que tuvo coronavirus» (Clarín, 8 de junio) o “La Facultad de Psicología de la UBA advirtió que la sintomatología negativa puede volverse crónica si se prolonga la cuarentena” (Radio Perfil, 10 de junio). En este sentido, el OPSA se ha convertido en un emprendimiento tan versátil como redituable. No tiene número de teléfono ni dirección conocida, ni interacción con los equipos de investigación más tradicionales de la Facultad que lo promueve, pero sí tiene un responsable de prensa.
En todo caso, en su relación con los medios, el OPSA, a la vez que se posiciona y da visibilidad a las autoridades que lo crearon, contribuye a la generación de un clima, de un sentido común, que implica dos desplazamientos muy significativos. En primer lugar, la pandemia pierde su centralidad. Se habla menos de ella que de la cuarentena, que sería la verdadera causante de todos los males, de todas las supuestas patologías mentales. Y en un contexto en el que sectores muy minoritarios desafían abiertamente el ASPO, este primer desplazamiento resulta crucial, porque hay medios muy importantes dispuestos a magnificar la representatividad de esos pequeños grupos (más aún si encuentran «fundamentos científicos” para justificar la militancia anticuarentena).
El segundo desplazamiento es coherente con el primero: ya no se trata tanto del virus como de las responsabilidades del gobierno nacional, que en forma caprichosa impone una cuarentena cuando debería relajarla. En esta situación crítica, dicho sea de paso, que un decano de Psicología cuestione públicamente una medida preventiva crucial en tiempos de pandemia debería parecer tan ridículo e irresponsable como el hecho de que un decano de Medicina milite contra las vacunas. Si no lo parece, es porque nuestro sentido común ya ha sido trastocado. Porque entendemos la salud mental en términos individuales y no colectivos. Porque defendemos las ganas de algunos aunque vayan en detrimento del bienestar del conjunto.
Que las declaraciones catastrofistas ya no provengan del ignoto OPSA sino de las autoridades de la Facultad de Psicología, hace que los medios (y por ende el público) tomen esos estudios mal concebidos y peor interpretados como legítimos, como si fueran obra de la Facultad, o incluso de la UBA, que tienen su prestigio muy bien ganado a lo largo de décadas. Lo curioso es que en esos mismos estudios hay hallazgos que los voceros del OPSA no destacan y que, por ende, no aparecen en los medios. Por ejemplo, en lo que atañe a la gestión de la crisis, el 69% de los encuestados apoya lo actuado por Alberto Fernández, cuya imagen positiva también llega al 69%. A su vez, el 74% de los encuestados opina que “el gobierno está priorizando lo sanitario sobre lo económico” (p. 37, estudio 8). Si esta última respuesta se correlacionara con las dos anteriores, habría que deducir que los encuestados valoran positivamente que se privilegie la vida por sobre la economía. Lejos de ello, de manera antojadiza, el OPSA prefiere interpretar esa respuesta como un hecho negativo: “8 de cada 10 argentinos consideran que la estrategia que está implementando el gobierno nacional para afrontar la crisis del coronavirus está desbalanceada entre lo sanitario y lo económico”. Obviamente, ese supuesto desbalanceo sólo está en la mirada de los encuestadores y, seguramente, en los títulos de algunos medios. Pero no en la opinión de los encuestados. Ese único ejemplo basta como muestra para ilustrar con cuánta rigurosidad se están elaborando y difundiendo los estudios del OPSA, que se financian con fondos públicos.
Para concluir, cuando Jorge Biglieri, el actual decano de la Facultad de Psicología de la UBA, vuelva a aparecer en los medios, alarmado, con reclamos urgentes apoyados en las investigaciones del OPSA, les ruego que mantengan la calma.


Jorge Biglieri (izquierda): no pierdan la calma.

Tampoco la pierdan cuando les diga: “Estamos viendo un escenario muy complicado. La cuarentena se prolongó mucho. Y lo que vimos y medimos –con datos empíricos, con pruebas validadas, con instrumentos internacionales– es que se ha venido deteriorando significativamente la salud mental de la población” (Radio con Vos, 25 de junio). Hay muchos indicios (incluyendo los estudios del mismo OPSA) que, bien interpretados, muestran que, si bien estamos atravesando una grave crisis, la mayoría de la gente no pierde la cabeza. ¿Será mucho pedir que algunos líderes y algunos medios dejen de agitar los fantasmas de la desesperación de manera oportunista e insidiosa y empiecen a contribuir a la mesura y la solidaridad que, en tiempos difíciles, son las mejores guardianas de nuestra salud mental? Los sectores más vulnerados, en situaciones verdaderamente críticas, apenas si están representados en estas encuestas. Sin embargo, hasta acá, han mostrado mucha más responsabilidad y equilibrio que aquéllos que pretenden estudiarlos e interpretarlos.



* Profesor de Historia de la Psicología, UBA; Investigador independiente, CONICET; Director del Centro Argentino de Historia Psi, Biblioteca Nacional.
 Fuente: El cohete a la luna, domingo 12 de julio de 2020

domingo, 5 de julio de 2020

Psicopatologizar la cuarentena // Alicia Stolkiner* y Julián Ferreyra**

Psicopatologizar la cuarentena // Alicia Stolkiner* y Julián Ferreyra**

La comunidad enfrentada Jean-Luc Nancy


La comunidad enfrentada
Jean-Luc Nancy[1]


A Maurice Blanchot.



El estado actual del mundo no es una guerra de civilizaciones. Es una guerra civil: es la guerra intestina de una ciudad, de una civilidad, de una ciudadanidad, que están desplegándose hasta los límites del mundo y, por eso, hasta el extremo de sus propios conceptos.
No es tampoco una guerra de religiones, o bien toda guerra llamada de religiones es una guerra intestina al monoteísmo, esquema religioso de Occidente y, en él, de una división que es llevada, otra vez, hasta los bordes y las extremidades: hasta el Oriente de Occidente y hasta la fractura y apertura en la mismísima mitad de lo divino. De ahí que Occidente sólo habrá sido la extenuación de lo divino, en todas las formas del monoteísmo, y se deba al ateísmo o al fanatismo.

Lo que nos está ocurriendo es una extenuación del pensamiento de lo Uno y de una destinación única del mundo, cosa que se agota en una única ausencia de destinación, en una expansión ilimitada de la equivalencia general o bien, inversamente, en los sobresaltos violentos que reafirman la omnipotencia y omnipresencia de un Uno que se ha vuelto –o que ha vuelto a ser– su propia monstruosidad[1]. ¿Cómo poder ser seriamente, absolutamente, incondicionalmente ateos, siendo al mismo tiempo capaces de sentido y de verdad? ¿Cómo poder, no ya salir de la religión –pues en el fondo eso ya está hecho, y las imprecaciones furiosas son impotentes frente a eso (inclusive son más bien el síntoma de ello, como el “dios” grabado en el dólar)–, sino salir de nuestro monolitismo de pensamiento (simultáneamente: Historia, Ciencia, Capital, Hombre y/o la Nulidad de todo eso…)? Es decir, ¿cómo llegar al borde del monoteísmo y de su ateísmo constitutivo (o de lo que podría llamarse su “ausenteísmo”) para poder captar allí, en el reverso de su agotamiento, lo que podría escapar al nihilismo, lo que podría salir desde el interior? ¿Cómo pensar el nihil sin convertirlo en monstruosidad omnipotente y omnipresente?

*

La apertura que se forma es la del sentido, de la verdad o del valor. Todas las formas de fractura y de ruptura, social, económica, política, cultural, poseen en esta apertura la condición de su posibilidad y su esquema fundamental. No se lo puede ignorar: la cuestión fundamental debe ser planteada como una cuestión del pensamiento, inclusive cuando se trata de sus implicaciones más materiales (de la muerte a causa del Sida en África o de la miseria en Europa o de las luchas por el poder en los países árabes, por ejemplo, entre cien ejemplos). La estrategia política y militar es necesaria, la regulación económica y social es necesaria, y la obstinación en la exigencia de justicia, la resistencia y la rebelión, lo son también. Pero es menester sin embargo pensar sin sosiego un mundo que se sale, de manera a la vez lenta y brutal, de todas sus condiciones adquiridas de verdad, de sentido y de valor.
El enorme desequilibrio económico, vale decir el desequilibrio de la vida, del hambre, de la dignidad, del pensamiento, es el corolario del desarrollo de un mundo que ya no se reproduce (que ya no conduce ni su propia existencia ni su propio sentido), sino que produce una ilimitación de su propia mundialidad, hasta tal punto que parece ya sólo poder explotar: pues en el centro de la ilimitación se surca una separación que es una desigualdad del mundo consigo mismo, una imposibilidad de dotarse de sentido, de valor o de verdad, una precipitación en la equivalencia general que se convierte progresivamente en la civilización como obra de muerte. No sólo una forma de civilización, sino la civilización, quizás la historia del hombre y quizás junto con ella la historia de la naturaleza. Y no hay otra forma en el horizonte, ni nueva ni vieja.

Por una y otra parte se quiere vendar la herida con los oropeles de siempre: dios o dinero, petróleo o músculo, información o hechizo, lo que siempre termina siendo una u otra forma de omnipotencia y omnipresencia.

Omnipotencia y omnipresencia: eso es lo que siempre se exige de la comunidad, o lo que se busca en ella: soberanía e intimidad, presencia a sí sin falla y sin afuera. Se desea el “espíritu” de un “pueblo” o el “alma” de una asamblea de “fieles”, se desea la “identidad” de un “sujeto” o su “propiedad”.
No basta, para nada basta con denunciar aquí un imperialismo y allá un integrismo (designaciones que se pueden colocar en forma de quiasma, por lo demás). Estas denuncias son justas, así como es justo denunciar el efecto de una explotación y de una humillación de poblaciones enteras, que se vuelven disponibles para otras explotaciones e instrumentalizaciones. Pero a fin de cuentas, desde 1939, las guerras ya no tienen lugar como enfrentamientos al interior de un mundo que les da lugar (aun si este lugar es desastroso): la guerra se ha vuelto la guerra de un mundo que se desgarra porque está mal parado para ser o para hacer lo que debe: a saber, un mundo; vale decir, un espacio de sentido, aun con el sentido perdido y con la verdad vacía[2].

Hablar de “sentido” y de “verdad” en medio de la agitación militar, de los cálculos geopolíticos, de los sufrimientos, de gestos de estupidez o de mentira no es ser “idealista”: es tocar la cosa misma.
Por una y otra parte de la apertura del mundo surcada con el nombre de “globalización” es la comunidad la separada y enfrentada a sí misma. Otrora las comunidades pudieron pensarse distintas y autónomas sin buscar su absorción en una humanidad genérica. Pero cuando el mundo termina por volverse mundial y cuando el hombre termina por volverse humano (es en ese sentido, también, que se vuelve “el último hombre”), cuando “la” comunidad se pone a farfullar una extraña unicidad (como si sólo pudiera haber una y como si debiera haber una esencia única de lo común), entonces “la” comunidad comprende que es ella la que está abierta –apertura abierta sobre su unidad y sobre sus esencias ausentes– y es ella la que enfrenta, en ella, esta fractura. Es comunidad contra comunidad, extranjera contra extranjera y familiar contra familiar, desgarrándose ella misma al desgarrar a las otras que quedan sin posibilidad de comunicación ni de comunión. Por esta razón, el monoteísmo en sí mismo enfrentado a sí mismo, como teísmo y ateísmo, es el esquema de nuestra condición actual.
Que este enfrentamiento consigo misma pueda ser una ley del estar-en-común y su sentido mismo: eso es lo que está en el programa del trabajo de pensamiento –inmediatamente acompañado por este otro programa, a saber, que el enfrentamiento, al comprenderse a sí mismo, comprende que la destrucción mutua destruye incluso la propia posibilidad del enfrentamiento, y con él la posibilidad del estar-en-común o del coestar.
Pues si lo “común” es el “con”, el “con” designa el espacio sin omnipotencia y sin omnipresencia. En el “con” no puede haber sino fuerzas que se enfrentan en virtud de su juego mutuo y de presencias que se separan en virtud de que siempre han de volverse otra cosa que meras presencias (objetos dados, sujetos acomodados en sus certidumbres, mundo de la inercia y de la entropía).
¿Cómo volvernos capaces de mirar a la cara nuestra apertura y nuestro enfrentamiento, no para sumergirse en ellos, sino para hallar, pese a todo, la fuerza de enfrentarnos, primero con conocimiento de causa, luego de manera tal que podamos realmente encararnos –sin lo cual el enfrentamiento no es más que un empellón indistinto y ciego?

Pero mirar a la cara un abismo y enfrentarnos con la mirada no dejan de ser análogos, porque la mirada de lo otro sólo puede abrir a lo insondable: a la extrañeza absoluta, a una verdad que no puede ser verificada pero a la que sin embargo hay que sostener.
Triple extrañeza: la de lo otro alejado, la de lo mismo retirado, la de la historia vuelta sobre lo inocurrido, quizás insostenible. Hay que sostener, en contra de una moral “altruista” recitada con demasiada mojigatería, la severidad de la relación con lo extraño cuya extrañeza es condición estricta de existencia y de presencia. Y hay que sostener eso que, delante de nosotros, nos expone al sombrío resplandor de nuestro propio devenir y de nuestra propia desgarradura. No se trata ni de culpar a Occidente ni de reivindicar un Oriente mítico: se trata de pensar un mundo en sí mismo y por sí mismo fracturado, con una fractura que proviene de lo más recóndito de su historia y que debe, de un modo u otro –acaso para lo peor y, ¿quién sabe?, para lo un poco menos peor–, constituir hoy día su sentido oscuro, un sentido no oscurecido pero cuya oscuridad es su elemento. Es difícil, es necesario. Es nuestra necesidad en los dos sentidos del término: nuestra menesterosidad y nuestra obligación.


El presente texto aparece en Italia, de donde lo solicitaron, en las condiciones que son indicadas (aparecerá como prefacio de una nueva edición de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot, en una traducción revisada, en las ediciones SE de Milán; agradezco a Alessandro Fanfoni por su invitación).

Las ediciones SE, de Milán, me piden que presente una traducción revisada de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot. El público italiano, me dicen, no cuenta con una visión clara de las circunstancias en que este libro fue escrito y publicado, al mismo tiempo en que su autor expresaba explícitamente que hacía eco a un artículo que publiqué con el título de La comunidad inoperante. El pedido me pareció pues presentar el interés bien preciso de invitarme a volver sobre un episodio cuya importancia obvié medir con exactitud.
La historia de los textos filosóficos sobre la “comunidad” en los años 80 sería digna de ser escrita con precisión, puesto que es, entre otras historias pero más que otras, reveladora de un movimiento profundo del pensamiento en Europa en aquella época –un movimiento que todavía nos transporta, aun si es en otro contexto muy diferente, y en el cual el motivo de la “comunidad”, en lugar de salir a la luz, parece estar hundiéndose en una peculiar oscuridad (sobre todo en el momento de escribir estas líneas: en la mitad de octubre de 2001). En La comunidad inoperante evoqué el comienzo de esta historia, pero de manera demasiado escueta. Vuelvo ahora, con ocasión de este prefacio, y con el distanciamiento del tiempo que permite entender mejor.
Al mismo tiempo, el cargado contexto a que acabo de aludir –las devastaciones y las guerras comunitaristas de todo tipo y de todo “mundo” (el Antiguo, el Nuevo, el tercer y el cuarto, el Norte y el Sur, el Este y el Oeste)– vuelven quizás deseable retrazar un movimiento que proviene del pensamiento sólo porque proviene en primer lugar de la existencia.

*

En 1983, Jean-Christophe Bailly proponía un tema para un número de la revista Aléa que en ese entonces salía en Christian Bourgois[3]. El tema propuesto rezaba: “La comunidad, el número.”
La elipse perfectamente lograda de este enunciado –donde la seguridad compite con la elegancia, conforme al gran arte de Bailly– me conquistó apenas me llegó la petición de un artículo, y desde entonces no he dejado de admirar la ocurrencia.

La “comunidad” era una palabra entonces ignorada por el discurso del pensamiento. Se la reservaba sin duda al uso institucional de la “comunidad europea”, uso que, lo sabemos hoy casi 20 años después, malogra el concepto que emplea: y eso no es ajeno al asunto de la “comunidad” tal como nos pena, tal como nos abandona o tal como nos apremia. Se haya sabido o no a la sazón, esa palabra y su concepto sólo podían caer presa de la celada de la Volkgemeinschaft nazi, “la comunidad del pueblo” en el sentido que se conoce. (En Alemania, por lo demás, la palabra Gemeinschaft desencadenaba todavía una dura resistencia en la izquierda, y la traducción de mi libro, en 1988, fue tratada de nazi en un periódico berlinense de izquierda. En 1999, en cambio, otro periódico de Berlín, venido del antiguo Este, hablaba del mismo libro de manera positiva bajo el título de “Retorno del comunismo”. Esta doble anécdota me parece resumir la anfibología, el equívoco y quizás la aporía, pero también la insistencia obstinada, no necesariamente obsesiva, que conlleva la palabra “comunidad”.) Por otra parte, lo que todavía quedaba en 1983 de confianza socializante, cualquiera sea su grado y su forma, conservaba su inclinación por la palabra “comunismo” (al menos bajo la condición, se entiende, de adoptar la exigencia primera contra el “comunismo real”, que ya no quedaba por descubrir).
Pero el “comunismo” indica una idea y un proyecto, mientras que la “comunidad” parecer tomar nota de un hecho, de un dato. El “comunismo” se declara en favor de una “comunidad” que no está dada, que se da como meta. En el enunciado de Bailly, escuché inmediatamente: “¿Qué hay con la comunidad?” –como una pregunta que se sustituía silenciosamente a esta otra: “¿Qué proyecto comunista, comunitario o comulgante?”; “¿Qué hay con…?”, es decir: “¿Cuál es el ser de la comunidad, qué ontología da cuenta de eso que indica una palabra conocida –común– pero cuyo concepto se ha vuelto quizás muy incierto?”
El puro concepto pedía examen, y por ello la invitación manifestaba cierta prudencia respecto del orden mismo del proyecto en general. (Bailly venía de una izquierda fuerte, si no extrema, no comunista en el sentido de los partidos.) La mera exhibición de la palabra lo proponía como programa de análisis y sin duda de problematización.
El “número” también era algo imprevisto, de otro modo. Súbitamente recordaba la evidencia no sólo de la multiplicación considerable de la población mundial, sino que también –como su efecto o corolario cualitativo– de una multiplicidad que se sustraía a las absorciones unitarias, de una multiplicidad que multiplicaba sus diferencias, dispersándose en pequeños grupos, o individuos, multitudes o poblaciones. En este sentido, el “número” significaba la repetición y el desplazamiento de lo que había sido “la masa” o “la muchedumbre” en no pocos análisis de la pre-guerra (Le Bon, Freud, etc.), o bien, desde otro ángulo, de la post-guerra. Y sabíamos bien cómo los fascismos habían sido operaciones conducidas sobre las “masas”, mientras que los comunismos lo habían sido sobre “clases”, unas y otras asignadas como residencia de misión histórica.
El enunciado podía pues leerse como un abreviado fulgurante del problema que habíamos heredado en cuanto que problema del o de los “totalitarismo(s)”; aunque ya no planteado en términos directamente políticos (como si se tratara de un problema de “buen gobierno”), pero sí en términos que debían entenderse como ontológicos: ¿qué es entonces la comunidad, si el número es su único fenómeno –o incluso la cosa en sí– y si ya ningún “comunismo” o “socialismo”, nacional o internacional, expresa ni la más mínima figura, ni la forma, ni el más mínimo esquema identificable? ¿Y qué es entonces el número si su multiplicidad ya no cuenta como masa a la espera de una puesta en forma (formación, conformación, información), sino que vale por sí misma, en una dispersión que no podríamos saber si llamar diseminación (exhuberancia seminal) o desperdigamiento (pulverización estéril)?

*

Ocurrió que, en el momento en que Bailly proponía el tema, me encontraba terminando un año de curso consagrado a Bataille, considerado desde la perspectiva política. Trataba de encontrar en él, muy precisamente, la posibilidad de un recurso inédito que escapara al fascismo y al comunismo, tanto como al individualismo demócrata o republicano (no todavía “ciudadano”, conforme a esta noción que, desde entonces, ha buscado responder al mismo problema, pero casi sin hacerlo progresar). De hecho, buscaba en Bataille porque sabía que ya estaba circulando la palabra y el motivo de la comunidad –y el móvil de esta búsqueda era también aquél del enunciado de Bailly (que obviamente conocía a Bataille, sin no obstante referirse a él). Este índice de investigación significaba ciertamente para ambos, pero sin una conciencia clara de lo que se jugaba, un planteamiento ante todo no directamente o no exclusivamente político del problema: delante o detrás de lo “político”[4] hay esto: a saber, lo “común”, lo “conjunto” y lo “numeroso”, y que quizás ya no sabemos en absoluto cómo pensar este orden de lo real.
El trabajo del curso me había dejado insatisfecho. Bataille no me había dado la posibilidad de acceder a una política inédita. Al contrario, en más de un sentido relegó la posibilidad política como tal. En sus textos de la post-guerra, y hasta el final, se apartó del clima político de su pensamiento de la pre-guerra. De manera análoga, se había apartado de toda rivalidad con una “ciencia” sociológica así como de toda tentativa de fundación de grupo o de “colegio”. Y ya no era posible que una “sociología sagrada” tomara de los fascismos la energía pulsional y “activista” en que él había visto su principal vigor. La agitación heterológica había fracasado y la guerra, terminada con la victoria de las democracias, en lugar de haber desnudado las fuerzas extáticas dejaba en la sombra los proyectos políticos.
Y así como Bataille hacía de la “soberanía” un concepto no político sino ontológico y estético –ético, como se diría hoy–, consideraba el fuerte vínculo (pasional o sagrado, íntimo) de la comunidad como reservada a lo que llamaba la “comunidad de los amantes”. Esta se hallaba pues en contraste con el vínculo social y como su contra-verdad. Lo que supuestamente debía estructurar a la sociedad –no fuera sino abriendo una brecha transgresora– era colocado fuera de ella en ella, en una intimidad para la cual lo político queda fuera de alcance.
Me parecía poder reconocer allí un aspecto de la constatación que toda la época comenzaba a hacer oscuramente: un divorcio de la política y del estar-en-común[5]. Pero tanto por un lado como por el otro, comunidad de intimidad intensa o sociedad de un vínculo homogéneo y extensivo, el punto de referencia de Bataille me pareció ser el siguiente: la posición deseada (alcanzada en el amor o depuesta en la sociedad) de una comunidad como absorción en interioridad, como presencia a sí de una unidad realizada. Me pareció entonces que había que analizar este presupuesto de la comunidad –aun si era designado claramente como lo imposible y, junto con ello, convertida en una “comunidad de aquellos que están sin comunidad” (expresión que cito de memoria y sin saber ya si es de Bataille o de Blanchot; decidí escribir estas líneas sin volver sobre los textos, dejando aquí espacio para la memoria, única capaz de devolver el movimiento que seguí y que quedó impreso en mí: releer me haría reescribir la historia).
De ese modo se me imponía el pensamiento que se había prolongado a través de la tradición filosófica, y hasta en su sobrepasamiento o desborde bataillano (y antes, sin duda, en el de Marx), una representación de la comunidad a la que la reflexión sobre el “totalitarismo” –que lo marcaba todo en esos años, que exigía de todos un profundo respiro– me hacía conferir este carácter esencial: la comunidad que se realiza como su propia obra[6]. Lo que en cambio la reflexión difícil y en parte desdichada de Bataille invitaba a pensar –con ella pero más allá de ella– era lo que me pareció que se podía denominar la “communauté désœuvrée”, la “comunidad inoperante”.
El “désœuvrement”, la “inoperancia”, salía de Blanchot, por ende de lo más próximo a Bataille, de la comunidad o comunicación llamada “amistad” y “diálogo infinito” entre ambos. De esta singularísima y muy silenciosa, y en cierto sentido secreta comunicación, me llegaba una palabra para tratar de lanzar de nuevo los dados de este asunto.
Los años que vendrían iban a mostrar en qué medida la comunidad, ya retomada una primera vez, concitaba el interés, y en qué medida se volvía necesario tratar de volver a calificar esta región del hombre o del ser que ningún proyecto comunista o comunitarista sostenía ya. Calificarla de otro modo significaba en el fondo dejar de calificarla por sí misma, salir de la tautología en que la comunidad tenía sustancia y valor en sí (y sin duda siempre con un índice más o menos cristiano: comunidad primitiva de los apóstoles, comunidad religiosa, iglesia, comunión– los orígenes de Bataille eran por lo demás muy explícitos en este punto). Hubo, tras los libros de Blanchot y el mío, una serie de trabajos que tematizaban y calificaban a la comunidad; continúa hoy, pero en un contexto en que se reinventó, en los Estados Unidos, un “comunitarismo” que pediría un examen aparte[7].

*

Blanchot escribe La comunidad inconfesable en respuesta al artículo que publiqué con el título de La comunidad inoperante, y mientras ya lo trabajaba para convertirlo en libro. Me conmovió esa respuesta, primero porque la atención de Blanchot demostraba la importancia del motivo, no sólo para él sino que, a través de él, para todos quienes experimentaban una necesidad imperiosa, acaso violenta, de reconsiderar lo que el comunismo había ocultado tan poderosamente y que lo había hecho surgir: la instancia de lo “común” –pero también su enigma o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y, en este sentido, lo menos “común” del mundo…
Pero también me conmovió el hecho de que la respuesta de Blanchot era al mismo tiempo un eco, una resonancia y una réplica, una reserva, inclusive en cierto sentido un reproche.
Nunca aclaré completamente esta reserva o este reproche, ni en un texto, ni para mí mismo, ni en la correspondencia con él. Hablo de ello por primera vez, con ocasión de este prefacio.
No lo hice porque no me sentía (no menos que hoy) ni capaz de, ni autorizado a dilucidar el secreto que Blanchot designa claramente con su título –e incluso con su texto que hacia el final dice “lo inconfesable” de una muerte dada por amor, de un amor dado en la muerte (y esto mismo, precisamente, no es confesable incluso cuando se dice).
El secreto no confesable, sin duda, tiene que ver con esto (pero no radica en esto): ahí donde yo intentaba sacar a la luz la “obra” comunitaria como la condena a muerte de la sociedad[8] y, correlativamente, establecer la necesidad de una comunidad que se rehúsa a obrar, que preserva de ese modo la esencia de una comunicación infinita (comunicándose un “sentido ausente”, para decirlo con Blanchot, y la pasión de este ab-sens, o bien la pasión en que este ab-sens consiste), ahí mismo, entonces, Blanchot me significa o señala lo inconfesable. En aposición pero también en oposición a lo désœuvrée de mi título, este adjetivo propone pensar que tras la inoperancia todavía hay la obra, una obra inconfesable.
Da que pensar (lo advierto de nuevo, escribo sin releer los textos, escribo no para resolver, sino para abrir la atención de futuros lectores) el que la comunidad de aquellos que están sin comunidad (todos nosotros), la comunidad inoperante, no se deje revelar como el secreto develado del estar-en-común. Y por consiguiente que no se deje comunicar, aun si es lo común mismo y sin lugar a dudas porque lo es.
Más bien agrava este secreto, subraya su imposibilidad, o mejor el iterdicto de penetrarlo –o incluso la inhibición, el pudor o la vergüenza de penetrarlo (todos estos acentos figuran, creo, en el texto de Blanchot).
Lo que es inconfesable no es indecible. Al contrario, lo inconfesable no termina de ser dicho o de decirse en el silencio íntimo de quienes podrían pero no pueden confesar. Imagino que Blanchot quería intimarme con este silencio y con lo que dice: prescribírmelo y hacerlo entrar en mi intimidad, como la propia intimidad –la intimidad de una comunicación o de una comunidad, la intimidad de un modo de obra íntima que se retiraba más allá de toda inoperancia, volviéndolo posible y necesario pero no disolviéndose en él. Blanchot me pedía que no permaneciera en la negación de la comunidad comulgante, que pensara más allá de esta negatividad, hacia un secreto de lo común que no es un secreto común.

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Hasta ahora no he retomado el análisis de todo eso, como podría haberlo hecho con una respuesta al texto de Blanchot. No lo hice en mi correspondencia con él, pues las cartas apenas deben mezclarse con los textos: éstos comunican entre ellos según un orden propio. (¿Qué es, por otra parte, una correspondencia? ¿Qué especie de co- o de com- está implicado?) Tampoco lo hice en un texto, pues sucedió que, en el orden del trabajo propiamente dicho, no proseguí en la veta ni en el tema de la palabra “comunidad”.
En efecto, preferí ir reemplazando poco a poco las malogradas expresiones de “estar-juntos”, de “estar-en-común” y finalmente de “coestar”. Había razones para estos desplazamientos y para la resignación, al menos provisoria, de estas infelices ocurrencias lingüísticas. Por todos lados veía venir los peligros suscitados por la palabra “comunidad”: su resonancia invenciblemente plena, léase henchida de sustancia y de interioridad, su referencia inevitablemente cristiana (comunidad espiritual y fraternal, comulgante), o más en general religiosa (comunidad judía, comunidad de la plegaria, comunidad de los creyentes –‘umma), su uso en apoyo a presuntas “etnicidades”, todo eso no podía sino poner en guardia[9]. Quedaba claro que el acento puesto sobre el concepto necesario pero todavía muy poco clarificado iba por lo menos emparejado, en esa época, con un reavivamiento de pulsiones comunitaristas, y a veces fascinadoras. (En 2001, se puede ver en qué punto estamos y por dónde hemos pasado en materia de pulsiones de este tipo.)
Preferí entonces concentrar el trabajo en torno al “con”: prácticamente indiscernible del “co-“ de la comunidad, conlleva sin embargo un índice más neto de la separación en el corazón de la proximidad y de la intimidad. El “con” es seco y neutro: ni comunión ni atomización, compartir apenas un lugar, a lo sumo un contacto: un estar-juntos sin ensamblaje. (En este sentido, hay que profundizar un análisis del Mitdasein que Heidegger dejó en suspenso.)

*

Quizás esto me llevará de nuevo al libro de Blanchot. Esta nueva edición italiana es una primera ocasión. Como si Blanchot, más allá de los años que han transcurrido y de algunos otros signos intercambiados, me dirigiera de nuevo su precepto: “¡Resguarde lo inconfesable!” Creo entenderlo de este modo: sospeche de toda absorción de la comunidad, incluso bajo el nombre de “inoperante”. O bien, prosiga aún más en la indicación de esta palabra. La inoperancia viene después de la obra pero proviene de ella. No basta con detener a la sociedad que se hace obra en el sentido en que lo quieren los Estados-naciones o -partidos, las Iglesias universales o autoacéfalas, las Asambleas y los Concejos, los Pueblos, las compañías o las fraternidades. Hay que pensar también que hubo ya, siempre ya, una “obra” de comunidad, una operación de reparto que siempre habrá precedido toda existencia singular o genérica, una comunicación y un contagio sin los cuales no podría haber, de modo absolutamente general, ninguna presencia ni ningún mundo, pues cada uno de estos términos implica en él una co-existencia o una co-pertenencia –aun si esta “pertenencia” sólo es la pertenencia al hecho del estar-en-común. Ya hubo entre nosotros –todos juntos y en conjuntos distintos– la participación en algo común que sólo consiste en esa participación, pero que al participar hace existir y toca entonces la existencia misma en lo que ésta tiene de exposición a su propio límite. Eso es lo que nos ha hecho “nosotros”, separándonos y aproximándonos, creando la proximidad con el alejamiento entre nosotros –“nosotros” en la indecisión mayor en que se halla este sujeto colectivo o plural, condenado (pero ésa es su gloria) a no poder encontrar nunca su propia voz.

¿Qué ha sido compartido? Sin duda algo –lo “inconfesable”, pues– que Blanchot indica en la segunda parte de su libro[10] y por el hecho mismo de emparejar en este libro una reflexión sobre un texto teórico y otra sobre un relato de amor y de muerte[11]. En ambos casos, Blanchot escribe en relación a y escribe su relación con estos textos, que de ese modo relaciona también entre ellos. Los distingue, según me pareció ver, como dos textos, uno se quedaba en una consideración negativa o huera de la “inoperancia”, mientras el otro daría acceso a una comunidad ya no “obrada”, sino operada en secreto (lo “inconfesable”), en la participación de una experiencia de los límites: la experiencia del amor y de la muerte, de la vida misma expuesta a sus límites.
Quizás dice –es lo que una relectura debe buscar– que estos dos accesos a la esencia sin esencia de la “comunidad” se recortan en alguna parte, entre las dos partes del libro como entre el orden social-político y el orden pasional-íntimo. En alguna parte habría que pensar el enigma de intensidad, de surgimiento y pérdida, o de abandono, que posibilita a la vez la existencia plural (el nacimiento, la separación, la oposición) y la singularidad (la muerte, el amor). Pero siempre lo inconfesable está implicado en el nacimiento y la muerte, el amor y la guerra.
Lo inconfesable designa un secreto vergonzoso. Vergonzoso porque involucra, bajo dos figuras posibles –la soberanía y la intimidad– una pasión que no puede ser expuesta sino como lo inconfesable en general: su confesión sería insostenible, pero al mismo tiempo destruiría la fuerza de esta pasión. Pero sin ella habríamos renunciado a toda especie de estar-juntos, vale decir de estar a secas. Habríamos renunciado a aquello que, según el orden de una soberanía y de una intimidad retraídas en la discreción sin fondo, nos coloca en el mundo. Pues lo que nos coloca en el mundo es también lo que de primera nos lleva hasta los extremos de la separación, de la finitud, y del encuentro infinito en que cada uno desfallece al contacto con los otros (o sea también consigo) y del mundo como mundo de los otros. Lo que nos pone en el mundo reparte al mismo tiempo el mundo, lo destituye de toda unidad primera o última.
“Inconfesable” es entonces una palabra que mezcla, indiscerniblemente, el impudor y el pudor. Impúdica, anuncia un secreto; púdica, declara que el secreto seguirá secreto.
Lo callado se sabe por quien se calla. Pero este saber no ha de ser comunicado, al ser él mismo al mismo tiempo el saber de la comunicación, cuya ley debe ser la de no comunicarse porque no pertenece al orden de lo comunicable, sin ser por eso inefable: pero abre toda palabra.

*

Concluiré retomando el acontecimiento que se propaga hoy (lo señalo otra vez, octubre de 2001) a través del mundo y particularmente a través del mundo occidental y en sus bordes, en sus confines internos y externos (si los hay externos), adoptando todos los rasgos de un desencadenamiento pasional. Es obvio que las figuras de la pasión –ya sean las de la de un Dios Omnipotente o la de una Libertad no menos teúrgica– recubren y revelan con sus gestos enfrentados todo lo que ya conocemos de extorsiones, explotaciones, manipulaciones que despliega el movimiento actual del mundo. Pero no basta con quitar las máscaras, aun si es lo primero que deba hacerse. Hay que considerar también que estas figuras pasionales no ocupan casualmente un lugar vacío: es el lugar de una verdad de la comunidad. El llamado a un dios encolerizado o la afirmación “In God we trust” instrumentalizan de manera simétrica una necesidad, un deseo, una angustia del estar-juntos. Hacen de ella otra vez una obra –a la vez un gesto heroico, un espectáculo imponente, un tráfico insaciable. Al hacerlo, aseguran revelar el secreto al tiempo en que resguardan su resplandor. En verdad, ocultan el secreto, y precisamente con el nombre demasiado confesable de “Dios”. Nos ocurre pensar desde ahí: sin dios ni señor, sin sustancia común, ¿cuál es el secreto de la comunidad, o del coestar?
No hemos pensado todavía suficientemente la inoperancia de la comunidad, en qué consiste la posibilidad de compartir un secreto sin divulgarlo: compartirlo precisamente sin divulgarnos a nosotros mismo, entre nosotros.
En frente de las monstruosidades de pensamiento (o de “ideología”) que se enfrentan en razón de no menos monstruosas cuestiones de poder y de usufructo, hay una tarea, que consiste en pensar lo impensable, lo inasignable, lo intratable del coestar sin someterlo a ninguna hipóstasis. No es una tarea política ni económica, es algo más grave y gobierna, a fin de cuentas, tanto lo político como lo económico. No nos encontramos en una “guerra de civilizaciones”, nos encontramos en una desgarradura interna de la civilización única que civiliza y barbariza el mundo con el mismo movimiento, pues ya tocó la extremidad de su propia lógica: ha devuelto el mundo enteramente a sí mismo, ha devuelto la comunidad humana enteramente a sí misma y a su secreto sin dios y sin valor de mercado. Con eso es con lo que hay que trabajar: con la comunidad enfrentada a sí misma, con nosotros enfrentados a nosotros, con el con que se enfrenta al con. Un enfrentamiento que sin duda pertenece esencialmente a la comunidad: se trata a la vez de una confrontación y de una oposición, de un adelantarse a sí mismo para desafiarse y ponerse a prueba, para dividirse en su ser con una separación que es también la condición de este ser.


15 de octubre de 2001

[1] No es casual que las regiones que hasta el momento han sido más bien observadoras de la guerra (al mismo tiempo en que pertenecen, también, al proceso de mundialización, ya sea por su crecimiento, ya sea por su empobrecimiento) sean aquellas en que la dialéctica o la desconstrucción del monoteísmo no se ha ejecutado, ora porque el cristianismo (me refiero, aquí, al latinoamericano) ha estructurado de otro modo el pensamiento (de modo más “pagano”, como se dice, o menos “metafísico”), ora porque el monoteísmo no ha penetrado pensamientos que le son heterogéneos (India o China no piensan, para decirlo groseramente, según lo Uno, ni según la Presencia). Por una parte, Occidente y su auto-extenuación se han expandido por todas partes, y, por otra parte, esta disparidad profunda de al menos tres mundos en el mundo entraña ciertamente las oportunidades y los riesgos del porvenir.
[2] Cuando Roma hacía la guerra policial en los confines del Imperio (al igual que los Estados Unidos lo hacen todo el tiempo), Roma no era al mismo tiempo una mitad del mundo enfrentando a otra mitad: el Imperio era un orden aparte, y los pueblos singulares otro.
[3] La pararía pocos años después, y buscaría entonces fundar otra revista, más importante, con algunos otros entre los que me encuentro (así como Lacoue-Labarthe, Alferi, Froment-Meurice…). No hubo editor con quien tratar este proyecto esencialmente complejo y diverso, porque nos negábamos a definirnos por una “línea” o por un manifiesto. La época de las revistas fundadas por una “ideología” nos parecía clausurado (con Tel Quel y algunas otras). Es decir, también la época de las revistas que formaban “comunidad”, sin que la palabra, en todo caso, fuera empleada. Nuestro grupo, por lo demás variable, no formaba comunidad. La historia de las revistas en Francia después de 1950 sería seguramente esclarecedora acerca de la desaparición progresiva de los grupos, colectividades o comunidades de “ideas”, y, a través de ello, de una mutación de la representación de una “comunidad” en general. La revista fundada por Bataille, Critique, poseía un presupuesto completamente distinto, alejado por principio de toda identidad teórica. No dejaba, eso sí, de producir en los años 60 y 70 un efecto de “red”: era un lugar común para aquellos que se apartaban de toda comunidad.
[4] En 1981, Philippe Lacoue-Labarthe y yo habíamos propuesto el concepto de “retrait du politique” como motivo inicial de trabajo para un “Centro de investigaciones filosóficas sobre lo político”, acogido por la Escuela Normal de la calle Ulm, gracias a Derrida y también a Althusser (que sin embargo no pudo participar). Esta expresión quería expresar la exigencia de un retrazo y no de una retirada (como algunos creyeron) de la instancia política, privada de sus contornos distintos e identificados. Este trabajo era paralelo al que vino enseguida sobre la comunidad: pero, en cierto sentido, estos paralelos no se tocan y demuestran precisamente la imposibilidad de fundar una política sobre una comunidad bien comprendida, así como la imposibilidad de definir una comunidad a partir de una política supuesta como verdadera o justa. Diría hoy que esta separación de los motivos de lo “político” y de lo “comunitario” era también un síntoma de una dificultad que no ha dejado de precisarse. Era también, a fin de cuentas, una separación persistente entre Lacoue-Labarthe (más bien político) y yo al interior de nuestro trabajo común… (para él, “comunidad” remitía siempre primero a la embriaguez fascista, sobre lo cual volveremos). Eso no es casual, ni personal: se podrían vincular estos detalles con otros trabajos y con otros nombres en la historia de esos años.
[5] Desaparición de la política como “destino de los pueblos” a través de la desaparición de los “pueblos” mismos, al menos en su absorción política bajo la forma del Estado-nación. Simétricamente, desaparición de la política de Estado en provecho de la entidad renovadamente llamada “sociedad civil” (a través de la historia de la Solidarnosc en Polonia), o bien reducción de la política al ejercicio vigilante de los “derechos humanos”.
[6] Sobre este punto preciso se producía un cruce con la reflexión de Lacoue-Labarthe sobre el nazismo –y en particular sobre el de Heidegger– como “nacional-esteticismo”.
[7] Recuerdo aquí simplemente y en desorden algunos trabajos, cuyos títulos contengan o no la palabra “comunidad”: de Agamben, de Rancière, de Laclau y Mouffe, más tarde de Ferrari, Esposito, entre otros.
[8] Y esto dicho en todos los sentidos que la expresión admite, incluido aquél tocante a la institución de la pena de muerte en una comunidad política –si algo como eso existe, si la “comunidad” puede ser, como tal y directamente, “política”. Pero, al contrario, hay que preguntarse si la pena de muerte, cuando la hay, no expresa una certidumbre, fundada o ilusoria, de estar en una sociedad que puede pensarse como comunidad y no solamente como sociedad.
[9] Rápidamente llegaron objeciones o reservas, incluso amistosas como la de Derrida que se oponía en este punto a Blanchot y a mí, o como la de Badiou que exigía sustituir la “igualdad” a la “comunidad”.
[10] La primera parte (que trata de la Comunidad inoperante) se titula “La comunidad negativa”, y la segunda “La comunidad de los amantes”.
[11] La maladie de la mort, de Marguerite Duras.


[1] París: Galilée, 2001, 51 págs.
Traducción de Juan Manuel Garrido Wainer