En este blog publicaremos textos intentando construir nuestra caja de herramientas para que podamos hacer nuestro aporte en esta pandemia.
lunes, 22 de junio de 2020
lunes, 15 de junio de 2020
Cuarta entrega de Esquirlas del miedo // Marcelo Percia
El hecho maldito. Cuarta entrega de Esquirlas del miedo // Marcelo Percia
Publicada en 24 mayo 2020
Estas entregas no persiguen un producto ni se presentan como líneas de una elaboración en curso. Se ofrecen como anotaciones sin articular. Work in progress de un texto que marcha sin progresar. Insinuaciones de una falsa totalidad que no se completa.
Así lo inconcluso que, en sus caprichosas expansiones, hace tambalear el mundo comprendido.
Y, sin embargo, la pregunta de siempre: “¿Qué saberes puedan ayudar a pensar lo que nos está pasando, lo que mortifica la vida en común?”.
Nunca antes se vivió algo así.
Ese nunca antes revela la potencia de lo vivo en su singularidad y desemejanza.
Normalidades cancelan el nunca antes. Suprimen lo inédito, lo inimaginable, la primicia. Persuaden que, salvo algunos detalles, está pasando lo mismo de siempre.
Noticieros confunden tremendismo con sensibilidad. Compasión calculada con cercanía. Violencias del espectáculo con suavidades calladas que asisten en el desamparo.
Tremendismos se complacen mostrando buenos sentimientos ante un dolor que exhiben a la distancia.
Tremendismos actúan formas de la negación.
Clínicas insurgentes atienden aflicciones que no entienden y quieren entender, que no saben y quieren saber, que no pueden y quieren poder. Y, sin embargo, practican un estar ahí que no entiende, no sabe, no puede, no desespera.
No conviene traducir egocentrismo como atributo personal. Se llama ego a la ficción de un universo individual.
Daña la idea de un centro propio, se ponga allí al yo, al nosotros, a la patria.
Egocentrismos componen pasiones de la propiedad.
En el desconsuelo, el desamparo, la devastación, queda la confortación. Un habla callada que ahonda el tiempo. Una secreta conversación entre soledades que no piden nada, que se acarician sin darse cuenta.
Redes sociales actúan como arquitecturas carcelarias.
Pantallas generan, en voracidades cautivas, la constante sensación de estar conectadas, admiradas, ignoradas, incitadas.
La vigilancia perpetua, la ciudad panóptica -que advertía Foucault- se perfecciona.
De pronto, estallan villas, barriadas, paradores, hospitales, geriátricos, manicomios, cárceles, cementerios. También violencias, maltratos, abusos, feminicidios. Sin embargo, el sentido común refuerza y blinda sus visiones con repudios y desmentidas que dicen: “Ya lo sé, pero aun así quiero volver a mi vida normal”.
Conectividades en dispositivos remotos imponen contundencias inmunológicas y practicidades. Ganan protagonismo por sobre las crudas osamentas que expanden alientos y se frotan. Conectividades destacan ventajas de estar en las redes antes que en las calles.
Negocios de las pantallas están de parabienes.
Sensibilidades necesitan estar en un mismo espacio y tiempo para sorber cercanías y distancias. Cuando se sustrae una común presencia, imágenes animadas que no se palpan se fijan en los monitores como maquetas inmóviles, como escenografías planas que extrañan la vida.
EE.UU. acusa a China por espiar vacunas. China acusa a EE.UU. por mentir. Laboratorio francés, en caso de tener la vacuna, privilegiará a pacientes estadounidenses como retribución por el dinero recibido.
Capital, nacionalidad, propiedad, identidad, mismidad, blanden el adjetivo posesivo de la hostilidad “La vacuna: ¡mía!”.
Erosiones, desertificaciones, sequías, incendios, extinción de especies, calentamiento y catástrofes climáticas, enferman la vida.
Una común salud o nada.
No importa si el capitalismo tiene o no fecha de defunción. Urge otra cosa: practicar la deshabituación de sus maneras de hablar, pensar, actuar. Se necesita deshabituar sus modos de desatar y adormecer pasiones.
El capitalismo no se siente amenazado por utopías alternativas que se organizan políticamente para derribarlo. La inminente adversidad del capitalismo reside en su necesidad ilimitada de acumulación.
Sensibilidades incuban rabias de una común aflicción.
Vidas después de los manicomios conocen, antes del virus, el distanciamiento social. Lo padecen en la ciudad que estigmatiza. Y, a veces, lo practican para no absorber tanto dolor, tanta amenaza, tanto nerviosismo, tanta presión, tanto imperativo de éxito y rendimiento.
Sensibilidades llevan máscaras. Máscaras que aíslan y protegen. Máscaras que esconden, asustan, fascinan, infaman, dan risa, alivian timideces, ayudan a respirar. Ahora se portan barbijos como signos de miedo, fragilidad, amenaza, fastidio, cuidado.
Una común mascarada de tristeza.
Convocaron a través de las redes, hace unos días, a una marcha contra el comunismo del gobierno. El llamado revela el pánico de las derechas anti estatales cuando una decisión política prioriza la salud pública.
Peter Sloterdijk razonó, hace unos años, que si “el sistema jurídico es el sistema inmunológico de la sociedad”, no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo.
Por ahora, sistemas jurídicos del sur están lejos de componer sistemas inmunológicos confiables.
Urge una común inmunidad como condición planetaria que asegure la salud, sin fronteras privatistas de los estados nacionales.
El miedo tiene que ceder lugar a la indignación.
En toda la extensión terrestre se precisa garantizar derechos a la alimentación, a la salud, a la educación, a la vivienda, a las rarezas.
Si hay Estados que aseguren -por lo menos- eso. Si no, que no los haya.
Un animal encerrado en una jaula, transportado kilómetros, mal alimentado, hacinado durante días hasta que lo vendan, lo maten, lo coman, se encuentra estresado, con el sistema inmunitario bajo y la carga viral alta.
La civilización lo transforma en un peligro biológico.
No se trata de “barrios vulnerables”, sino de poblaciones expulsadas, heridas, abusadas. Distanciadas de las opulencias de la ciudad, condenadas a padecer amontonadas.
Exclusiones, prescindencias, descartes no ocurren de un día para otro. Tampoco abandonos y expulsiones se ejecutan de una vez. Al tiempo sin porvenir no se entra de repente. Hambres y desnutriciones maceran vidas desechables.
Al padre Carlos Mugica lo matan catorce balas en el pecho. Cuarenta y seis años después, también en mayo, a Ramona la matan doce días sin agua en el barrio que lleva el nombre de Carlos.
¿Quiénes morirán en la villa que, en un tiempo, bauticen con el nombre de Ramona Medina?
En la misma ciudad, sensibilidades estudiosas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, en colaboración con el Instituto de Ciencia y Tecnología Milstein, desarrollaron un test molecular para diagnosticar la Covid-19.
Automatismos de moda repiten que se trata de que “cada sujeto se relacione con su propio deseo”. Cuestionan el capitalismo, pero siguen creyendo en sujetos libres, dueños (en masculino, claro) de optar, entre misteriosos y apetecibles objetos.
Además de vacunas hará falta inventar algo que posibilite un común vivir que no acepte la crueldad. Concebir ideas que ayuden a soltar lastres de sufrimientos ensimismados como culpas, odios, envidias, resentimientos
Ni el capitalismo ni la crueldad se comportan como un virus.
El capitalismo no representa una peste. Aunque la metáfora conmueva, el capitalismo no equivale a una enfermedad, resulta de una decisión civilizatoria.
La crueldad no representa un mal inherente o contagioso. Se trata de un goce que solicita una decisión en su contra. Una decisión que rehúse dañar, que se abstenga de lastimar, que resista el poderío que hacen sentir actos de dominio y ensañamiento.
Rehusarse aún queriendo, abstenerse aún deseando, impedirse mortificar aún disfrutando: esa decisión se vuelve condición de un común vivir, de un común cuidar, de un común amar.
Espiar, desconfiar, delatar, expulsar, actúan como infinitivos de individualismos vecinales que confunde un común vivir con cóleras comunitarias que exaltan seguridades personales e intereses propietarios.
Cuando se cree tener más tiempo, se constata que una sola vida (ni muchas) alcanzan para hacer todo lo que se desea. Para colmo, no se puede dar un paseo o tomar un café, con otras cercanías también saturadas, para aventar, por un rato, lo inconmensurable.
Hablas del capital prefieren ansiedades, apatías, aburrimientos, antes que angustias. Prefieren medicar, entretener, fascinar, orientar, estimular, antes que perplejidades que no se medican, no se entretienen, no se fascinan, no se orientan, no se estimulan.
Angustias moran la vida sin velos.
Lo común no se reduce a las relaciones que tenemos con otros, buenas o malas. Tal vez la idea de lo común tendría que desprenderse de la idea de los unos y los otros.
Lo común modula cercanías y distancias que alojan soledades sin clasificar.
La literatura argentina comienza con una escena de tortura en la que la víctima, antes de sufrir más humillación y vejación, revienta de rabia e impotencia dejando un río de sangre.
Un elegante joven unitario, extraviado, que entra en el matadero, se encuentra con la chusma plebeya. Animales que carnean animales. Echeverría (1840) identifica la barbarie con la animalidad. Y lo popular con la irracionalidad.
El matadero relata una ciudad segmentada. La vida social como territorios paralelos que, cada tanto, se tocan por accidente, error, fatalidad.
Paralelismos se extienden como pentagramas en los que diferentes fantasmas de una ciudad cuelgan sus notas.
Para la ciudad blindada, una de las catástrofes de esta enfermedad reside en que el virus cruza todas las vallas.
Se suele designar (con el artículo y en masculino) a quien se considera otro, como el semejante. Pero se trata de sensibilidades que se aproximan y se alejan, a la vez, en sus infatigables desemejanzas.
Se suele designar (en masculino) como prójimo a quien se admite en proximidad.
Se instala la distinción entre próximos y lejanos, entre familiares y extraños, entre compatriotas y extranjeros.
Se establece el nosotros y el ellos, se opta entre la hospitalidad y la hostilidad.
La idea de un común no solo se puede pensar como lo cercano, próximo, semejante, necesita alojar, en simultaneidad, extrañezas, distancias, desemejanzas.
Se necesita desmontar, en el lenguaje, gramáticas razonadas de guerra.
Una común extrañeza no reside en compartir una misma extrañeza, sino en un común respeto por rarezas irreducibles, no agrupables, no compartibles.
Ciertos modos de hablar y nombrar lastiman la vida.
Los tiempos del virus podrían actuar como oportunidad alfabetizadora.
Se necesita aprender a vocalizar la vida como si comenzáramos por primera vez.
John William Cooke (1967) en La revolución y el peronismo, escribe: “el peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués”. A lo que agrega que el ciclo capitalista “está decrépito sin haber pasado por la lozanía”.
Ampliando una observación de Horacio González sobre el malditismo como astucia de las lecturas políticas paradojales, se podría decir que el coronavirus se presenta como hecho maldito del capitalismo planetario. Epidemia que cuestiona el mundo conocido, a la vez que lo conserva y lo afirma.
FUENTE: http://lobosuelto.com/
miércoles, 10 de junio de 2020
miércoles, 3 de junio de 2020
Judith Butler, la pandemia, el futuro y una duda: ¿qué es lo que hace que la vida sea vivible
Judith Butler, la pandemia, el futuro y una duda: ¿qué es lo que hace
que la vida sea vivible?
02/06/2020
Fuente: https://www.lavaca.org/
Las preguntas fueron el
disparador: ¿Qué significa pensar en un mundo habitable? ¿Y qué es lo que
permite vivir una vida vivible? La Universidad Nacional de México lanzó esa
propuesta y convocó a la filósofa norteamericana Judith Butler quien a través
de una videoconferencia de 20 minutos brindó ideas e intuiciones sobre el
presente, el planeta y las personas que habitamos en él en lo que llamó un
“capitalismo pandémico”. Habló sobre medio ambiente, el cambio climático, los
temas existenciales individuales, la diferencia entre mundo y Tierra, las
condiciones para la vida. La diferencia entre quienes plantean la economía o la
salud como disyuntivas. Los miedos, el trabajo y la convivencia, como claves
para comprender un mundo pospandémico, para el que Butler no prevee demasiadas
utopías, ni tampoco se resigna a las distopías. La UNAM organizó El Aleph, un
festival de ciencia y arte que permitió estas reflexiones con un dilema como
trasfondo: cómo crear un mundo en el que la colaboración mundial pueda
sobreponerse a los nacionalismos y a los intereses de mercado.
¿Qué constituye un mundo
habitable? ¿Qué significa vivir una vida vivible?
Son dos preguntas diferentes. La
primera afirma la prioridad del mundo y se pregunta cómo debe ser y cómo deben
habitarlo los seres humanos y no humanos.
La segunda establece una distinción
entre vidas vivibles e invivibles.
Cuando hablamos del mundo
hablamos de habitar. No sería así si habláramos de la Tierra. No quedan muchos
lugares de la Tierra en los que no van los seres humanos, pero el mundo es
siempre un espacio habitado. Un tiempo habitado.
En cierto sentido un mundo son
las coordenadas espacio-temporales en que se vive una vida.
Un mundo inhabitable significa
que la destrucción triunfó. Si una vida es invivible es porque se destruyeron
las condiciones que la hacían vivible.
La destrucción de la Tierra como
consecuencia del cambio climático vuelve inhabitable al mundo. Y nos recuerda
la necesidad de ponerle límites éticos a nuestro habitar. Los seres humanos
tenemos maneras mejores y peores de habitar el mundo. Y a veces el mundo solo
puede sobrevivir si se limita el alcance del habitar humano.
En condiciones de cambio
climático imponer esas condiciones a los humanos sienta las bases de un mundo
habitable. Una vida no es vivible si el mundo es inhabitable. Habitar un mundo
es parte de lo que hace que una vida sea vivible. Si los humanos habitamos la
Tierra sin ningún cuidado por la biodiversidad, sin detener el cambio
climático, sin limitar las emisiones de carbono, estamos produciendo un mundo
inhabitable.
El mundo, la Tierra y los viajes
Puede ser que el mundo y la
Tierra no sean la misma cosa. Pero si destruimos la Tierra, también destruimos
nuestros mundos. Y si vivimos vidas humanas sin ningún límite a nuestra
libertad, entonces disfrutamos de esa libertad a expensas de una vida vivible.
Y así nosotros hacemos invivibles nuestras propias vidas en nombre de la
libertad.
O, más bien, volvemos inhabitable
nuestro mundo e invivibles nuestras vidas en nombre de una libertad individual
que se valora a sí misma por encima de cualquier otro valor y eso se vuelve un
instrumento para la destrucción de los lazos sociales y de los mundos vivibles.
Sin entrar en la cuestión sobre
si la pandemia es una consecuencia directa o indirecta del cambio climático,
creo que es importante centrar la atención en el hecho de que estamos viviendo
una pandemia mundial en condiciones de cambio climático. Y eso significa que
nuestra relación con el aire, el agua, la alimentación y el resguardo que
brinda el medio ambiente, que ya estaba afectada en un contexto de cambio
climático, se vuelve todavía más problemática en medio de una pandemia. Son dos
problemas diferentes, pero se sobredeterminan y condensan en este presente
pandémico.
Por un lado, la interrupción de
los viajes y la actividad económica permite que el mar y el aire se recuperen
de la prolongada contaminación provocada por las toxinas ambientales.
Hemos visto un indicio de lo que
podría ser esa recuperación o reparación ambiental pero por otro lado, no
tenemos ninguna garantía de que no se trate de algo más que de un momento
apenas pasajero.
Después de todo, los viajes y la
producción no se detuvieron por causa de una preocupación por el medio
ambiente. No, la causa fue el miedo de que los seres humanos pudiesen contraer
el virus en los aviones o en sus lugares de trabajo. O sea que las razones
fueron fundamentalmente humanas. No ha existido una discusión sobre el
antropoceno. Pero sin embargo, la pandemia demuestra cómo se podría recuperar
el mundo natural si se restringiera la producción, si se redujeran los viajes.
Y si disminuyeran las emisiones y la huella de carbono.
Mis palabras les llegan en una
grabación porque no puedo viajar personalmente hasta la ciudad de México. Pero
tal vez esta experiencia me haga tener conciencia de que si viajo menos el
mundo natural podría tener mayores posibilidades de recuperarse. No lo digo
solo por mmi, sino por cualquiera que de por sentado viajar, que no puede vivir
sin viajar, o que crea eso.
La vida soportable
Si la lección indirecta que nos
enseña la pandemia es que toda las personas tenemos que reducir nuestra huella
de carbono, eso significa que en el mundo pos pandemia deberemos calcular las
huellas de carbono para garantizar un mundo habitable, para nosotrxs y para lxs
otrxs tanto en el presente como en el futuro para hacer habitable al mundo.
Por supuesto, la pregunta acerca
de una vida vivible, parece ser, realmente, una cuestión mucho más subjetiva.
Podríamos preguntarnos: ¿qué hace
vivible mi vida?
¿Cuáles son las condiciones
necesarias para que yo pueda vivir una vida vivible?
Decir que una vida es vivible
equivale a decir que yo pueda vivirla y otrx presumiblemente también. Que mi
vida, entendida como una vida humana, puede vivir en ciertas condiciones y que
eso es válido también para otras vidas. Y que las restricciones que afectan mi
vida no me resultan tan insoportables como para hacerme dudar del hecho de
segur viviendo.
Por supuesto, los seres humanos
viven de maneras distintas los límites de lo vivible. Y si determinadas
restricciones son vivibles o no, depende del modo en que cada quien determine
lo que necesita para vivir. Finalmente, lo vivible es un requisito muy modesto.
No nos preguntamos por ejemplo ¿qué me haría feliz? Ni tampoco: ¿qué vida
podría satisfacer de manera más clara mis deseos?
Lo que buscamos más bien de vivir
de manera tal que la vida siga siendo soportable.
En otras palabras, se trata de
buscar las condiciones para que la vida pueda mantenerse y continuar.
Otra manera de decir esto sería:
¿cuáles son las condiciones de vida que hacen posible el deseo de vivir, de
continuar viviendo?
Como sabemos de manera indudable
que en ciertas condiciones restrictivas, encarcelamiento, ocupación, tortura,
destierro, podríamos preguntarnos si en esas condiciones vale la pena vivir. En
algunos casos llega a extinguirse incluso el deseo de vivir, y la gente se
quita la vida o se entrega a la muerte.
La pandemia nos plantea esta
pregunta de una manera diferente. Porque las restricciones con las que se me
pide que viva no tienen como fin proteger solamente mi vida sino también las
vidas de otras personas. Las restricciones me impiden actuar de determinadas
formas, pero también implican una mirada sobre el mundo que se me pide que
acepte.
“Me piden que no me muera”
Si pudieran decirlo, me pedirían
que entendiera que esta vida que vivo está sujeta a otras vidas. Y que ese
estar sujetxs lxs unxs a lxs otrxs es un aspecto constitutivo de quién soy yo.
En otras palabras: no puedo viajar a la ciudad de México por las restricciones
que buscan protegerme de un virus que podría quitarme la vida. Pero también
para impedirme que transmita un virus que no sé si tengo, pero que podría
cobrarse otras vidas.
En otras palabras, me piden que
no muera, y que no ponga a otrxs en situación de riesgo, enfermedad o muerte. Y
yo tengo que decidir si acepto o no ese pedido. Para entender las dos partes de
ese pedido tengo que verme a mí misma como alguien capaz de contagiar el virus,
pero también como alguien que puede infectarse con el virus. Soy al mismo
tiempo potente y vulnerable, poderoso y expuesto. Capaz de provocar daño, pero
también de sufrirlo. No se puede escapar a esa polaridad. Parecería que lo que
me sujeta a lxs demás es la posibilidad de causar o sufrir daño, y tanto mi
vida como la suya dependen de reconocer hasta qué punto nuestras vidas dependen
de cómo actúe cada quien. Tal vez esté acostumbrada a actuar por mi cuenta y a
decidir si tomar en consideración a otras personas, y de qué forma.
Pero de acuerdo al paradigma que
hoy les estoy proponiendo yo ya estoy en relación con ustedes, y ustedes ya
están en relación conmigo. Antes de que ninguno de nosotrxs se ponga a debatir
cuál es la mejor forma de relacionarse con lxs demás. Compartimos el mismo
aire, las mismas superficies, nos rozamos unxs con otrxs. Somos desconocidxs
cerca unxs de otrxs en un avión, y el paquete que envuelvo tal vez tenga que
abrirlo unx de ustedes.
Actuamos como si nuestras vidas
por separado fueran lo prioritario, y luego hubiera que decidir la organización
de la sociedad. Esa es una idea liberal que está muy arraigada en la filosofía
moral.
La respiración compartida
Pero ¿cuándo y cómo se convirtió
en algo posible imaginar la propia vida por separado? ¿Cuáles fueron las
condiciones le dieron vida a esa forma de imaginar? La cuestión de la comida,
el sueño y el abrigo nunca se pudieron separar de la cuestión de mi vida, de
cuán vivible es. Y el acceso por mínimo que sea a esas cosas es condición
necesaria para que pueda imaginarme a mí misma por separado. Esa dependencia
tuvo que ser dejada de lado, o totalmente negada, para que yo pudiera decidir
que soy un individuo singular, separado de las demás personas. Y sin embargo
toda individuación se ve amenazada por esa dependencia que la persona se
imagina como si pudiera ser superada.
La pandemia nos trae eso también.
¿Cómo vivir sin tocar o que nos toquen? ¿Sin la respiración compartida? ¿Eso
sería vivible? Si desde el comienzo de la vida solo puedo decir ambiguamente que
esa es “mi” vida, entonces la interdependencia social también entra en juego
antes que cualquier deliberación sobre la conducta moral
Las siguientes preguntas como
¿qué debería hacer? ¿Cómo vivo esta vida? Presuponen un “yo” y una “vida” que
se plantean esas cuestiones por y para sí mismos.
Pero si el “yo” está siempre
poblado y la vida es siempre compartida, ¿cómo cambian estas preguntas morales?
De todos modos es difícil desechar la idea de una vida individual y finita.
Después de todo, lo que hace que una vida sea vivible parece ser una cuestión
personal, algo concerniente a esa vida y no a otra. Y sin embargo cuando pregunto qué hace que
una vida sea vivible estoy sugiriendo que hay condiciones compartidas que hacen
vivibles las vidas humanas. En ese caso, al menos parte de lo que hace posible
mi propia vida hace también vivible otra. Y no puedo disociar totalmente la
cuestión de mi propio bienestar, del bienestar de otras personas.
¿De quién es mi vida?
Si la pandemia nos enseña una
importante lección, de índole ética y social, al parecer es ésta. “¿Qué hace
que una vida sea vivible?” es una pregunta que suele plantear un organismo
público o un gobierno; es una cuestión que muestra de manera implícita que la
vida que vivimos nunca es exclusivamente nuestra, que las condiciones de una
vida vivible tienen que estar garantizadas y no solo para mí. Esas condiciones
no pueden entenderse, por ejemplo, en términos de vida privada. El «yo» que soy
es en cierta forma un «nosotros», aunque una serie de tensiones suele definir
la relación entre estos dos sentidos de la propia vida.
Si esta vida es mi vida, pero la
vida nunca es por completo mía; si la vida es el nombre que recibe una
condición y un recorrido que se comparten, entonces la vida es el lugar donde
dejo de lado mi egocentrismo.
De hecho, la frase «mi vida»
suele apuntar en dos direcciones a la vez: esta vida, singular, irremplazable;
esta vida, compartida y humana, compartida también con vidas animales, con
varios sistemas, y redes vitales.
No quisiera decir en modo alguno
que la pandemia es buena porque nos enseña cosas que tenemos que aprender. Más
bien estoy diciendo que la circulación del virus pone de manifiesto ciertas
condiciones de la vida, y que ahora tenemos la oportunidad de entender nuestras
relaciones con la Tierra y con las demás personas de maneras más solidarias, de
vernos a nosotrxs mismxs menos como identidades aisladas y movidas por el
interés, que como seres que estén sujetxs lxs unxs a les otrxs de maneras
complejas en un mundo lleno de dificultades. Que en efecto vayamos a aprovechar
esa oportunidad, es cosa discutible.
Ni utopías ni distopías
Personalmente, no creo que la
pandemia abra las puertas de un futuro utópico.
Tampoco me parece inevitable que
el desenlace sea una distopía.
Lo que sí creo, es que los
términos del conflicto se agudizan, y que debería surgir un acuerdo colectivo
renovado con la igualdad social y económica, debería ocurrir eso a partir de
estas nuevas revelaciones sobre la forma en que estamos sujetxs lxs unxs a les
otrxs.
Como sabemos, la pandemia tiene
lugar en un contexto de cambio climático y destrucción medioambiental. Pero
también tiene lugar en el contexto de un capitalismo que sigue considerando
desechables las vidas de lxs trabajadores. Algunxs de nosotrxs contamos con
seguro de salud y medidas de seguridad en nuestros lugares de trabajo, pero la
gran mayoría de la gente no tiene cobertura médica, y los intentos para
garantizarla con demasiada frecuencia caen en el vacío. Así que cuando en los
Estados Unidos nos preguntamos cuáles son las vidas más amenazadas por la
pandemia, resultan ser lxs pobres, la comunidad negra, les migrantes recientes,
la población de las cárceles, y les ancianxs.
A medida que abran los comercios
y la industria vuelva a ponerse en marcha, no habrá manera de proteger del
virus a tanta cantidad de trabajadorxs. Y en el caso de aquellas poblaciones
que nunca habían tenido acceso a un seguro de salud, o que ya se encontraban en
una situación mucho menos privilegiada a causa del racismo, ciertas afecciones
que de otra manera podrían recibir tratamiento se convierten en «enfermedades
preexistentes», volviendo a estas personas aún más vulnerables.
Economía vs. Población
Quienes creen que la «salud de la
economía» es más importante que la «salud de la población» siguen una receta
que afirma que el lucro y la riqueza son, a fin de cuentas, más importantes que
la vida humana. Quienes calculan los riesgos, que saben que alguna gente va a
tener que morirse, concluyen de manera implícita o explícita que habrá que
sacrificar vidas humanas en aras de la economía. Podría decirse que las
fábricas y los lugares de trabajo tienen que seguir abiertos por el bien de las
clases trabajadoras pobres.
Pero si justamente las vidas de
esas personas son las que se van a sacrificar en sus lugares de trabajo, donde
la tasa de contagio es la más alta, entonces estamos ante una versión remozada
de la antigua formulación de Marx. Abrimos la economía, o nos resistimos a
cerrarla, con el pretexto de ayudar a la gente pobre, pero a la vez las vidas
de esas personas son las que se consideran desechables; y sus trabajos,
reemplazables.
La clave del deseo
En otras palabras, según las
condiciones de la pandemia, lxs trabajadorxs van a trabajar para poder vivir,
pero el trabajo es precisamente lo que precipita su muerte.
Así, se descubre desechable y
reemplazable, puesto que la salud de la economía resulta más importante que la
suya. De esta manera, la vieja contradicción inherente al capitalismo asume una
nueva forma en condiciones pandémicas o lo que podríamos llamar «capitalismo
pandémico».
Y ahora tenemos que preguntarnos
si queremos un mundo de esas características. Un mundo que hace una distinción
entre qué vidas deben salvarse y cuáles no: preguntarnos si un mundo así es
habitable. ¿Qué vidas se consideran valiosas y cuáles no? Estas preguntas, que
podrían parecer abstractas y filosóficas son en la práctica las que surgen del
corazón de una emergencia social y pandémica.
Para que el mundo sea habitable
no solo tiene que hacer posible las condiciones de vida sino también el deseo
de vivirla. Porque ¿quién querría vivir en un mundo que desprecia la vida, o la
considera desechable? Querer vivir en un mundo habitable significa participar
de las luchas contra las condiciones que buscan la muerte de unx mismo. No
podemos lograrlo por separado. Solo podremos lograrlo si colaboramos para crear
nuevas condiciones para vivir y desear.
Y para que una vida sea vivible
tiene que ser una vida hecha cuerpo, que pueda habitar espacios que busquen
promover y posibilitar esa vid. No su enfermedad o su muerte. Y entre esos
lugares se encuentran la casa, los lugares en los que encontramos abrigo y
protección, el trabajo, la tienda, la calle, el campo, la plaza pública.
Vivir y dejar morir
A medida que se nos informa del
progreso de las vacunas y los antivirales, el mercado se frota las manos
apostando por el futuro de tal o cual industria farmacéutica. Si aparece una
vacuna, el tema es quién la va a poder obtener primero y cuánto va a costar.
¿Se la va a distribuir gratuitamente sin fines de lucro? ¿Serán las personas
que más las necesitan la primeras en acceder a ella?
La cuestión de la desigualdad se
agrega a la de la distribución de la riqueza y veremos si la colaboración
mundial logra imponerse al nacionalismo y a los intereses del mercado.
Debamos luchar por un mundo que
defienda el derecho a la salud de las personas desconocidas al otro lado del
planeta con el mismo fervor con el que defendemos el derecho de nuestro vecino
o de nuestrx amante.
Esto puede parecer poco razonable
pero tal vez haya llegado el momento de deshacernos del prejuicio local y
nacionalista que moldea nuestra idea de lo que es razonable.
Hace poco Tedros Ghebreyesus,
director general de la Organización Mundial de la Salud, declaró: “Nadie puede
aceptar un mundo en el que se proteja a algunas personas mientras que a otras
no”.
Reclamaba el fin del nacionalismo
y de la racionalidad del mercado que calcula qué vidas vale más salvar que
otras. Si nos negamos a esa disyuntiva nos comprometemos con formas de
colaboración y ayuda mundial que buscan garantizar el acceso igualitario a la
salud: a una vida vivible.
No he respondido a la pregunta
sobre qué hace vivible una vida, o habitable un mundo. Pero los mundos de la
vida en los que vivamos no deben limitarse a promover nuestras propias vidas,
sino también garantizar las condiciones vitales para todas las criaturas cuyo
deseo de vivir debe satisfacerse por igual. Negarse a aceptar esa opción –quién
va a vivir y quién tiene que morir- significa confrontar al mercado y sus
cálculos, que son los que nos ponen ante esa disyuntiva.
Por el momento esa interdependencia
en la que vivimos puede parecer mortífera, pero al fin es la posibilidad que
tenemos de alcanzar la igualdad, de construir y sostener un mundo vivible.
La conferencia puede verse en
https://www.youtube.com/watch?v=4qhh0SAcqtc
lunes, 1 de junio de 2020
Pensamientos sin costuras – Por Horacio González
El documento que firman los “300
intelectuales” del “pensamiento sin costuras“ argentino encontró la veta, como
testaferro de poderes que quieren que trastabille la cuarentena, para golpear
al gobierno al afirmar que con el pretexto de la infección vivimos en una
dictadura.
Por Horacio González* (para La
Tecl@ Eñe)
Así como se fabrican caños sin
costura se fabrican pensamientos sin costura. Así como se despiden miles de
trabajadores, se despiden todos los basamentos verosímiles que pueden hacer
válidas las reflexiones del neoliberalismo. Porque un conjunto de ideas
encadenadas con cierta coherencia interna puede no ser compartido, pero puede
ser discutido, siempre que medie una comprensión de sus conceptos. ¿Cuándo
ocurre esa comprensión? Cuando se piensa con arquitecturas conceptuales que
pueden ser comprendidas. Podemos decir, intuyendo mucho, que cuando los
ofrecimientos teóricos que se nos hacen desde la derecha tienen cierto halo de
sensibilidad hacia sí mismos, es decir, que intentan sostenerse volviendo una y
otra vez sobre sus propias fisuras, no expulsando hacia el exterior todas las
malas soldaduras de su propio pensamiento, entonces la controversia se hace
genuina.
De esta manera, puedo decir que
comprendo los cimientos internos de un pensamiento como el de Friedman o von
Hayek. Tienen nudos teóricos y estadísticos -y porqué no filosóficos, Hayek se
sentía inspirado por Wittgenstein-, lo cual permite una discusión, la estimula,
la favorece. Cualquier discusión parte de una diferencia que puede ser
inagotable e imposible de salvar. Pero se puede hacer porque finalmente los
edificios que están en juego son todos vulnerables por el solo hecho de que
están en condiciones de referirse unos a otros. Ni Friedman ni Hayek, popes del
liberalismo de mercado que fascinó a sus pobres imitadores argentinos, no
tenían porqué tener una conciencia culposa respecto a las derechas tipo Reagan,
a las que uno de ellos apoyaba. Eran personas de la derecha que recogían el
filón de tradiciones del pensamiento occidental en cuanto a la economía
clásica, y su gran debate era con Keynes. Se podrá decir que no estaban en la
batalla diaria, que no precisaban recurrir a chicanas y golpes bajos -como se
verá es la nota predominante del documento que firman Sabsay, Kovadloff y
Sebreli, mas una serie de figuras del “pensamiento sin costuras“ argentino -,
pero los intelectuales del neoliberalismo o del conservadorismo en condiciones
de sentirse en la primera línea de una polémica, como el afamado Bertrand-Henry
Levi, acá no hay. Legítimo producto francés no pudo ser imitado, como Sebreli
hizo más o menos bien con Sartre, y luego también, pero derrapando, con Adorno
y Lukács. B-H Levi, a pesar de todas sus inconsecuencias y sus ligazones con
poderes mundiales efectivos, sin dejar de ser bastante inescrupuloso, no finge
pensar lo que no piensa.
Esto es lo que ocurre en el
manifiesto de los #== (es decir, los 300, si el lector se fija en su teclado
encima de esos números encontrará esos signos). Es decir, el manifiesto de los
#== (apretando solo las mayúsculas sobre los números correspondientes al 300 se
obtiene este jeroglífico) fingen no comprender lo que es una cuarentena, y a
ninguno de los #== se le ocurrió traer a la memoria algunos de los episodios de
la historia de la humanidad desde la peste de Atenas hasta el Ébola. Se podría decir que una historia, sea que la
miremos con el recurso a las mentalidades, a las ideas o a los conceptos,
siempre está tajeada por las pestes y la cuarentena. Una historia, en suma, es
lo que ocurre entre dos pestes. Y la de ahora es un evento universalizado en
razón de que el virus sale del interior de la relación siempre irresuelta entre
el mundo natural y animal, y el mundo animal y humano.
Son transferencias de elementos
reacios a una definición clara que se sueltan a cada movimiento intempestivo e
inadecuado del mundo histórico. No son un castigo de Dios, como creían los
santos medievales, ni una venganza de la naturaleza, como prefieren decir
algunos ecologistas radicales. Son algo más y algo menos que todo eso, un
profundo reacomodamiento de las sociedades que reciben al virus como un factor
que revela los momentos calcáreos de la sociedad, sus rutinas más mediocres,
sus lenguajes más fosilizados, sus desigualdades mas horribles, sus formas de movimiento
más escandalosas.
Por supuesto, la cuarentena, que
a su vez revela lo frágil que es la humanidad, que ha logrado levantar grandes
laboratorios y mandar cohetes al espacio para interceptar meteoritos, cuando
hay un peligro que ninguna vacuna por ahora puede descifrar. Ante ella hay una
reacción justa, la del ciudadano que percibe que los estados que toman la
cuarentena como política -no todos, sino los de orientación demócrata social y
no así los de orientación militarista xenofóbicos y aventuras de
institucionalizados que saltan al poder con votos-, esos estados, aquellos
estados, digo, están obligados a tomar medidas inusuales. Hay una razón para
ello, de tipo ético. Hay un valor mayor a defender, así sea la vida de un solo
hombre o una sola mujer. Pues una vida son todas las vidas.
Como la libertad de circular y de
trabajar son también valores esenciales se podría decir aquí que no hay un
conflicto de valores, sino una compleja cuestión donde siguen imperando como
siempre los valores de transito libre y trabajo como derecho natural y social,
pero hay un paréntesis excepcional que obliga a reducirlos o a cerrar las
ciudades. No se toman con alegría estas medidas, pues deben ser provisorias y
deben estar acotadas por contramedidas también excepcionales, las decisiones de
control sobre la ciudadanía que cumple el protocolo de aislamiento. Resumiendo,
hay muchas dificultades en la idea de protocolo, diría que sabemos
perfectamente que luego de este período oscuro, no deben ser prolongados esos
protocolos que sellan de inmovilidad la acción humana y debe encararse, por
parte de los gobiernos que no se conformen con seguir los dictados supremos de
los poderes internacionales, sean el FMI, los fondos de inversión e incluso la
OMS, Google, Zoom -no son comparables pero usufructúan los desequilibrios
poderosos con que la globalización atenaza las lenguas y los desplazamientos
reales-, pues aún hay que reconstruir las soberanías populares y recrear las
fuentes de trabajo aprovechando para que sean hechos novedosos, de honda
reparación social. Que objeten algo aquellos que parecen ser más libres, porque
deciden ir de picnic sin barbijos pero con tobilleras electrónicas, aunque no
puestas por un juez sino por el vendedor de celulares de la esquina.
Siendo así, la declaración de los
#== se da el lujo de ir a pasear por Palermo Hollywood, tocar algunos bocinazos
para romper la cuarentena y declarar que con el pretexto de la infección tenemos
una dictadura y se eliminan las sebrelibertades. Cuando hubo dictaduras que
realmente hacían eso y más que eso, no se los vio tan dicharacheros; acá
quieren romper la cuarentena en nombre de los pensamientos sin costuras contra
las débiles costuras que tiene esta decisión de un gobierno al que se le pueden
reprochar muchas cosas, por derecha desde luego, ya lo demuestra la declaración
de los entubados, pero también por izquierda. Sin embargo, las medidas de
cautela, que podrían convertirse en un desaconsejable experimento sobre una
sociedad administrada (cito a Adorno, Juan José), ahora son tomadas por
políticos que no tienen el menor rasgo de sentirse complacidos por esta
situación, como sí lo están Sebreli y Kovadloff, por esta dadivosa oportunidad
que tienen para expresar sus insensatos pensamientos, presumiblemente a favor
del trabajo. Les falta cantar la Marcha susodicha “Hoy es el día del trabajo”,
firmada por un personaje que no muchos recuerdan, el indeclinable doctor
Ivanisevich.
Sebreli escribió muchos libros,
en general defendiendo un pacato racionalismo liberal sin sustrato filosófico
alguno, contra los populismos que le acosaban su temerosa imaginación. Sus
trabajos juveniles sobre la alienación, bajo el influjo de Sartre y Marx,
tenían cierta gracia ensayística copiada del existencialismo, y a veces,
mostraban un afán de observación agudo, como con la cuestión del “ocio
represivo” en Mar del Plata. Luego, cuando decidió atacar los vitalismos y lo
que él veía como irracionalismo -así consiguió injuriar a Martínez Estrada-, ya
su fuerte era recibir los ecos de las filosofías más relevantes de cada momento
para instalar un libro adecuado, bien de estilo vicariato, inserto en el hueco
que le proporcionaba el oleaje que venía de las filosofías establecidas. En los
“deseos imaginarios del peronismo” compara a ese movimiento con la “SA”, el
grupo nazi no hitleriano. No le faltó nunca capacidades comparativistas, tan
infundadas como atractivas. Vio en el Tercer Mundo otro irracionalismo, negando
ya decididamente al Sartre que lo había visitado en sus años mozos. De estos
tiempos deja no obstante una buena autobiografía. Los años de una vida creo que
se llama. Después, sin percibirlo se convirtió en más sartreano que nunca, pues
fue un exacto y rencoroso hijo del ressentiment.
En fin, es una historia. Ahora
encontró la veta para golpear al gobierno, como testaferro sin costuras de
poderes que quieren que trastabille la cuarentena y por esa vía desguazar al
gobierno. Un gobierno democrático sin ningún tipo de virulencia hacia nadie,
también les molesta. Necesita que una parte de la población crea que la cifra
de muertos que ordena el capitalismo son mejores que las que la cuarentena
desea disminuir. Sabe Sebreli, el racionalista, el sebreliberal, que ahí se
puede abrir una hendedura, puramente irracional. Se asombrarían, él y sus
youtuberas withuot costures, a quienes, como emperadores de la racionalidad
empresarial, habían convocado en el Obelisco. Veamos un somero listado de los
que se habían congregado como sus fieles. Toda clase de tocados por
pensamientos adivinatorios, conspirativos, astrológicos, proféticos,
delirantes, macristas, manosantas, horoscopitos, víctimas de los baches enormes
de reflexión colectiva que hay en toda sociedad, rellenados con la materia
grasa del virus de la superchería y la gritería disparatada. No te leyeron
bien, Juan José.
Buenos Aires, 31 de mayo de 2020
*Sociólogo, escritor y ensayista.
Ex Director de la Biblioteca Nacional.
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